Las personas menores y las mayores nos están poniendo delante del espejo
el rostro más cruel no solo de unas políticas públicas y
de unos gobiernos cegados por las leyes del mercado,
sino también el de nosotros mismos.
Las personas menores
de edad siguen siendo considerados ciudadanía de segunda.
EFE |
Ha sido así como,
junto a las carencias de un sistema público de salud que ha sufrido
durante años el maltrato de políticas neoliberales, hemos ido
comprobando cómo nuestro modo de vida, incluso más allá de las
prioridades políticas e institucionales, había situado en un lugar muy
secundario el bienestar, la voz y el peso social de las personas
mayores.
Un colectivo, cada vez más numeroso de acuerdo con la evolución
demográfica, que no hemos sabido integrar no solo en las políticas
públicas sino incluso en nuestro orden cotidiano de tiempos y
necesidades. Salvo en la labor que muchos abuelos y muchas abuelas han
realizado para permitir que mujeres y hombres, y muy singularmente las
primeras, pudiéramos conciliar vida laboral y familiar, en el resto de
los escenarios las personas mayores habían ido desapareciendo, como si
desde el momento en que dejan de ser "productivos" ya no tuvieran nada
que aportar a la sociedad, como si ya solo fueran un estorbo y solo
merecieran algún titular en la batalla campal que los partidos han
tenido a costa de sus pensiones. El estado que ahora ha empezado a hacer
visible de muchas residencias, la soledad a la que tantos y tantas
están condenados o la angustia que les ha tocado vivir en medio de una
pandemia amplificada en su dramatismo por unos medios con frecuencia
instalados en el morbo, deberían ser las urgentes señales de alerta
sobre una parte de la ciudadanía, cada vez más numerosa, que debería ser
parte del reconocimiento, la redistribución y la participación. Un
mandato que, aunque sea con la limitada fuerza jurídica de los
principios rectores de la política social y económica, está presente en
nuestra Constitución cuando en su art. 50 mandata a los poderes públicos
para que promuevan "su bienestar mediante un sistema de servicios
sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda,
cultura y ocio". Una lección que todos deberíamos aprender, de tal
manera que empezáramos a proyectar nuestras vidas, es decir, nuestros
espacios y nuestros tiempos, sin expulsar de ellas a quienes entendemos
que nada pueden aportar a las máquinas que mueven el mundo.
En el otro extremo, y así lo estamos detectando en los
debates que en estos últimos días se están abriendo sobre la necesidad
de que puedan salir a la calle o en la enorme controversia que están
generando las medidas relacionadas con el curso escolar, nos encontramos
con los niños y con las niñas. Esos sujetos de derechos a los que el
ordenamiento nunca sabe bien cómo tratar, y a los que con frecuencia
olvidamos también en un mundo de adultos en el que la mayoría de edad
parece ser una barrera mágica que nos permite configurar versiones
distintas de la dignidad.
Las personas menores de edad, que son objeto
de una limitadísima atención en nuestra Constitución (art. 39.4), a
pesar de los tratados internacionales y de la sucesivas leyes que en
nuestro país hemos aprobado teniendo presente su interés superior,
siguen siendo considerados ciudadanía de segunda, absolutamente
invisibilizados entre unas políticas excesivamente paternalistas y otras
que no tienen presente la compleja y diversidad realidad de quienes no
hayan llegado a la mayoría de edad. Todo ello además en el contexto de
unas sociedades en las que tenerlos se mueve entre el lujo que
representan para una mayoría y la satisfacción de un supuesto deseo, el
de ser padres y madres, que una vez satisfecho no siempre se traduce en
un ejercicio corresponsable de educación y cuidados.
De
alguna manera, pues, las personas menores y las mayores nos están
poniendo delante del espejo el rostro más cruel no solo de unas
políticas públicas y de unos gobiernos cegados por las leyes del
mercado, sino también el de nosotros mismos. Tan centrados durante todo
este tiempo en nuestro presente de acomodados demócratas que fácilmente
olvidamos el niño que fuimos, de la misma manera que no quisimos pensar
en el mayor que irremediablemente, y si tenemos la suerte de que ningún
virus nos mate, llegaremos a ser. Sin habernos dado cuenta de que sin
unos ni otros reducimos la democracia a un simulacro en el que la
igualdad y la dignidad apenas si son cínicos argumentos en manos de los
que un día, aunque nos pese, también llegaremos a viejos.
Paco Salinero.