El mito del “Buen Niño Salvaje”.
El nuevo mito, que podríamos llamar del “Buen Niño Salvaje”,
en el que confluyen la pedagogía y cierta libertad de exploración
con la mirada colonialista, condescendiente pero totalitaria,
que asocia lo “salvaje” con la inmadurez y justifica la dominación:
es decir, todo niño es un bondadoso salvaje al que está bien dar algunas libertades
pero que hay que orientar (dominar) por su “propio bien”.
pero que hay que orientar (dominar) por su “propio bien”.
Fruto de una desilusión amorosa, un melancólico joven se va a vivir a los bosques. De tanto comer hierbas, su barba y su pelo se vuelven verdes y su cuerpo se deforma. Pronto será conocido en los alrededores como el “hombre salvaje”.
En 1550, el italiano Giovanni Francesco Straparola (1480-1557) publica el relato al que pertenece este joven despechado: “Guerrino y el Hombre Salvaje”; incluido en Las noches agradables, unas de las obras pilares de los cuentos de hadas, que influyó a escritores como Charles Perrault, Jeanne-Marie Leprince de Beaumont y Jacob y Wilhem Grimm. En el cuento, este hombre de barbas verdes es capturado por el rey en turno que, cuando lo ve deambular en el bosque, lo considera una amenaza. Pero Guerrino, el joven príncipe, lo libera, y más adelante el Hombre Salvaje, con intervención de un hada, lo ayuda a coronarse rey.
300 años después, en 1850, los Hermanos Grimm (1785-1863, 1786-1859) escriben un cuento muy similar, pero el hombre salvaje vive en el fondo de un pantano, será conocido como Juan de Hierro y revelará al final que en realidad era un rey bajo un encantamiento.
Cercano al arquetipo de origen medieval del “hombre salvaje”, pero antes que los Grimm, en 1756, Jeanne-Marie Leprince de Beaumont (1711-1780) escribe la versión más conocida hasta hoy de La Bella y la Bestia. Se cree que el personaje de la Bestia, del que ya circulaban otras historias, pudo haber estado inspirado en Petrus Gonsalvus, el “Salvaje Gentilhombre de Tenerife” o el “Hombre Lobo Canario”, que nació en las Islas Canarias en 1537, padecía hipertricosis y cuando tenía diez años de edad fue enviado a Enrique II de Francia como “regalo”. Enrique II le concedió un título nobilario en su corte y adquirió mucha popularidad.
En 1818, el monstruo de Frankenstein, creado por Mary Shelly (1797-1851), también daría continuidad y actualizaría la imagen de la criatura acechante, atormentada y escondida en los bosques.
Ese tipo de personaje feroz, asilvestrado, es un antecedente de por lo menos dos tendencias en la publicación de literatura infantil y juvenil contemporánea: un nuevo llamado de lo salvaje, lleno de personajes que recuperan cierta fiereza y arrojo interno, y un regreso a la Naturaleza, con otros que valoran o añoran vivir sin artificios en una flora y fauna diversa.
Tan vasta es la creación actual de libros que “reconectan” con la naturaleza o plantean miradas “salvajes” que me pareció necesario dividir este tema en tres entradas.
En esta primera intentaré contar una breve historia de lo salvaje para llegar a Mowgli y a Tarzán, dos de los personajes “salvajes” más presentes en el imaginario colectivo y en la cultura infantil y juvenil.
Y en la tercera me concentraré en el romántico llamado de la Naturaleza, con la profusión de libros informativos sobre la Tierra y sus habitantes o sobre personajes o comunidades que nos recuerdan la vida “al natural”.
1ª Parte.
El mito del “Buen Niño Salvaje”.
Desde que empezamos a contar historias, la figura del ermitaño recluido en los bosques, a veces mago o maga, otras tantas un ser monstruoso o una criatura fantástica, ha poblado nuestras ensoñaciones y pesadillas, pues ese personaje, ese Otro, dice Roger Bartra, algún rasgo propio nos refleja, y ello nos inquieta y fascina.
Son tantos los cuentos populares en los que aparecen este tipo de personajes, que existe la tipología de “El Salvaje” en sistemas de clasificación de cuentos folclóricos como el Aarne-Thompson-Uther. Los antecedentes de esta tradición fantástica pueden encontrarse en algunos mitos fundacionales, basta recordar al hombre salvaje o primitivo, Enkidu, criado por animales y el gran amigo de Gilgamesh; o Leshy el espíritu del bosque de la mitología eslava; incluso podríamos evocar el catálogo griego de centauros, sátiros, silenos, cíclopes y otros seres resultado del capricho de un dios o la cruza de un humano con otras especies.
En una línea paralela, pero en una tradición realista, una historia del humano “salvaje” en la literatura quizá arrancaría con el mito del Buen Salvaje y todos los ensayos o cartas de relación que daban cuenta de paraísos terrenales en los que vivían “nativos” felices y pacíficos.
En su ensayo “El mito del Buen Salvaje y su repercusión en el gobierno de Indias”, la investigadora Beatriz Hernández Herrero, identifica el relato “El villano del Danubio” (1529) de Fray Antonio de Guevara (1480-1545) como la primera narración que plantea la dicotomía civilizado/salvaje. En esta, el eclesiástico español defiende e idealiza a los pobladores originarios y cuestiona la mano civilizadora. Este pensamiento se extiende desde España al resto de Europa e influye a humanistas como Michel de Montaigne (1533-1592), quien suscribe la imagen cándida del que vive en la Naturaleza e intenta relativizar lo “salvaje”.
Y luego de muchos matices, prejuicios y nuevas colonias, con la Ilustración llegamos al polémico Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) cuyo coctel de ideas naturalistas y pedagógicas se asocian comúnmente a este mito. Con él, leemos también a Robinson Crusoe (1719) y la moda de robinsonadas que inaugura, con familias enteras de náufragos viviendo entre cascadas, en casas hechas de tronco y palma, con cantos de pájaros como despertador.
El gusto de los niños y niñas lectores por este tipo de historias fue reafirmado por Rousseau que amaba esta novela y odiaba las fábulas. Según él, un libro así era todo lo que un niño necesitaba leer pues ahí estaba condensada la vida en su “estado natural”, libre de todas las restricciones y perversiones sociales que se adquieren al crecer. De hecho, Rousseau no sólo atribuía a los niños un carácter bueno innato, que debía protegerse, asociaba ese carácter a una forma de estar inmerso en la Naturaleza (y en la tercera entrada de esta trilogía, veremos cómo esa idea influye en los modernos “regresos” a la Naturaleza).
Sus ideas alimentaron un nuevo mito, que podríamos llamar del “Buen Niño Salvaje”, en el que confluyen la pedagogía y cierta libertad de exploración con la mirada colonialista, condescendiente pero totalitaria, que asocia lo “salvaje” con la inmadurez y justifica la dominación: es decir, todo niño es un bondadoso salvaje al que está bien dar algunas libertades pero que hay que orientar (dominar) por su “propio bien”.
Aunque el pensamiento de Rousseau sirvió para dar especificidad a la infancia y empujar una historia de reconocimiento y derechos, también nutrió esta imagen frágil del niño bueno, sin complejidades, que necesita protección; concepto que se asentaría en el Romanticismo y la época Victoriana y que hoy se traduce en una cultura infantil sensiblera y bien vigilada.
Muchos libros, sin embargo, han dado espacio a los niños y niñas para liberarse y habitar sus mundos propios indómitos. En algún punto, Rudyard Kipling (1865-1936), en 1894, con Mowgli en El libro de la selva, y Edgar Rice Burroughs (1875-1950), en 1912, con Tarzán de los monos, lo hicieron.
Aunque Kipling y Burroughs no eran amigos, de hecho, Kipling denostaba Tarzán, ambas publicaciones tienen como antecedente la figura del héroe criado por animales, como en el mito fundacional de Rómulo y Remo o en algunas versiones de la infancia de Zeus, en las que se cuenta que fue criado por una cabra llamada Amaltea; o el héroe que vive en el bosque, como en la leyenda inglesa de Robin Hood, pero los dos son básicamente herederos de la mirada colonialista sobre lo salvaje (comprensiblemente, en India, Kipling no es leído ni respetado por haber defendido siempre al imperio británico). Se popularizaron en parte por la tendencia al exotismo en el arte (del tipo tahitianas desnudas de Gauguin y estampados de flores gigantes y aves encopetadas), aunque sin duda también conectaron profundamente con los lectores.
Tarzán fue una especie de superhéroe antes de la época de los superhéroes. Sólo precedido por John Carter (1911), también creado por Burroughs pero muchísimo menos icónico, anterior al Zorro (1919) de Johnston McCulley y 26 años antes que Superman (1938). El hombre cuidado por simios configuró a un superhéroe selvático que prefirió la vida salvaje que reintegrarse a la aristocracia británica a la que pertenecían sus padres. Aunque literariamente siempre fue considerada menor, el personaje y su historia llena de acción funcionaban y eran fácilmente adaptables. Cómics, películas, programas radiales y televisivos circularon rápidamente, dieron perdurabilidad a la serie y afianzaron el nuevo mito, o la actualización del mito del Hombre Salvaje, en la cultura popular. Tarzán sigue siendo hoy uno de los personajes más icónicos del mundo.
En el caso de Mowgli, los niños y jóvenes lectores encontraron a un personaje todavía más cercano y cautivante, que hablaba con los animales ya no como resultado de un encantamiento fantástico o parte del orden natural de un cuento de hadas o una fábula, sino producto de una construcción literaria compleja. El uso del lenguaje de Kipling resultaba novedoso: lobos, panteras, osos, tigres y serpientes hablaban y se comportaban siguiendo unas reglas propias, instintivas, realistas, no tan evidentemente antropomórficas. Jack London -y tantos más después- también exploraría una perspectiva animal realista con Buck, el inolvidable perro que recupera su naturaleza lobuna en El llamado de lo salvaje(1903).
La permanencia de Mowgli hasta nuestros días seguramente se deba, sin olvidar la animación que hicieran los estudios Disney en los años 60, a esa calidad de la prosa y las voces narrativas de animales que desarrolló Kipling, cuya canonización quedó sellada cuando le entregaron el Premio Nobel de Literatura en 1907. Pero también gracias a la complejidad del protagonista. Recordemos las líneas con las que cierra “La canción de Mowgli” en la última de sus historias en El libro de la Selva:
Soy dos Mowglis, pero la piel de Shere Khan está bajo mis pies.
Toda la selva sabe que maté a Shere Khan.
¡Miren, miren bien, oh, lobos!
¡Ahae! Está apenado mi corazón por las cosas que no entiendo.
Toda la selva sabe que maté a Shere Khan.
¡Miren, miren bien, oh, lobos!
¡Ahae! Está apenado mi corazón por las cosas que no entiendo.
(Traducción de Darío Zárate Figueroa, Ediciones Castillo, 2017.)
Además de suscribir en alguna medida el mito del “Buen Niño Salvaje”, también, como sucede con el álbum Salvaje de Emily Hughes (Libros del Zorro Rojo, 2014) y otros que veremos la próxima semana, se corresponde con las historias sobre niños y niñas ferales encontrados en los bosques, como Marie-Angélique Memmie Le Blanc y Víctor de Aveyron, hallados en Francia en 1731 y 1799, respectivamente, o Amala y Makala, en India, las niñas que en 1920 fueron separadas de una loba que aparentemente las había criado.
A diferencia de la serie de Tarzán, que decíamos fue poco valorada literariamente y sobrevive adaptada o más como ícono que como publicación, la vigencia de Mowgli también se constata por las muchas ediciones que se siguen haciendo del libro.
Sin ir muy lejos, recientemente se editaron en México dos notables: El libro de la selva/El segundo libro de la selva (Penguin Clásicos, 2016) que al fin pone al alcance cinco nuevas historias de Mowgli que Kipling publicó primero en revistas y luego en un solo tomo, y El libro de la selva (2017) de Ediciones Castillo, ilustrado por Amanda Mijangos y Armando Fonseca y traducido por Darío Zárate Figueroa del inglés a un español más latinoamericano.
En esta edición, Mijangos y Fonseca dibujan una selva exuberante, de follajes gigantescos, sombras acuosas y estáticas siluetas que perfilan a los personajes como en pinturas rupestres o representaciones tribales. Con ello recuperan el tono mítico, salvaje, de “tierras vírgenes” que tiene el libro.
En la edición de Penguin, además de El segundo libro de la selva, se incluye el primer relato en el que aparece Mowgli: “En el rukh”, incluido originalmente en el libro Muchas fantasías (1893). Cronológicamente este cuento nos sitúa mucho después de las aventuras que conocemos. En él, Mowgli ya es un adulto al que un grupo de servidores públicos del Imperio Británico en la India le ofrece un puesto como guardabosques imperial. Mowgli acepta. El trabajo le permite casarse, tener una familia y asegurarse una pensión. Así como a muchos desilusiona enterarse que, según Andersen, la Sirenita no se casa con el príncipe y se vuelve espuma de mar, este desenlace tan “civilizado” para Mowgli puede ser un balde de agua fría para muchos de nosotros.
Como sugiere la especialista Kaori Nagai, en el interesante texto introductorio incluido también en esta edición, podemos prescindir de ese futuro para Mowgli, pero el cuento aclara ciertos datos históricos e ideológicos que en El libro de la selva y en su secuela aparecen desdibujados y “aporta cierto aire conclusivo a la saga de Mowgli como mito imperial”.
Las cinco nuevas historias de Mowgli en El segundo libro de la selva, que además incluye otros tres relatos independientes, nos muestran algunos momentos previos, paralelos o posteriores a los que conocíamos que disfrutarán mucho si son fanáticos de esta jungla.
Llama la atención que entre tantas ediciones de El libro de la selva ilustradas en colecciones infantiles y juveniles no haya ninguna que reúna todas las historias de Mowgli y solamente éstas, como el propio Kipling haría en 1897 con Outward Bound y en 1933 con Macmillan (aunque sin ilustraciones).
También contemporáneo de Kipling y Burroughs, pero siguiendo una tradición fantástica, no podemos olvidar a ese conjunto de niños perdidos durmiendo entre las raíces de un gran árbol inventados por J. M. Barrie (1860-1937) en 1911. De hecho, la idea realista de niños náufragos viviendo de la naturaleza fue en parte la inspiración de todo el ciclo de Peter Pan. En 1901, Barrie autopublicó un libro experimental, ilustrado con fotografías titulado The Boy Castaways of Black Lake Island (Los jóvenes náufragos de Black Lake Island). La introducción a la aventura está escrita en primera persona por Peter Llewelyn Davies, que por entonces tenía cuatro años y que más tarde daría su nombre a Peter Pan. Y aunque se habla de 16 capítulos, estos nunca aparecen, la historia sólo se cuenta en 35 fotos, con sus notas al pie, de estos robinsones bien ataviados, los hermanos Davies George, Jack y Peter, su perro Porthos y el bebé Michael. Quizá se trate, por cierto, del primer fotolibro para niños. El carácter de estos niños náufragos enfrentado piratas y animales exóticos sin duda es el antecedente de Peter Pan y su tropa de niños perdidos.
Desde los mitos y cuentos de hadas poblados de seres mágicos y “salvajes” o los “salvajes” basados en hechos reales hasta la fecha, siguen circulando los libros que extienden el arquetipo de “el salvaje”. Algunos suscriben una de las caras de aquel mito del Buen Niño Salvaje e intentan domesticar al lector reavivando la dicotomía barbarie/civilidad.
En contrapunto, otros muchos libros celebran todo lo indomable, ambiguo y desconocido que supone todavía la niñez y la juventud. Y lo hacen evocando un sonido fiero como en Ruge como un jaguar (Ediciones Castillo, 2018), regresando al bosque como en El señor Tigre se vuelve salvaje (Océano, 2014), añorando la vida libre y sin ocupaciones como en La canción del Yukón de Calvin y Hobbes (Océano, 2016) o proyectándose en los rasgos de otras especies como en Soy un animal (Zorro Rojo, 2017).
Otras publicaciones dan continuidad a la tradición fantástica con la invención de nuevos personajes y tierras salvajes como en Las crónicas de Wildwood (Alfaguara, 2013) o La dama de la selva (FCE, 2017). Y hasta podríamos incluir en el análisis la saturación de sagas literarias y series televisivas distópicas en las que los personajes deben enfrentarse a entornos naturales enrrarecidos, indómitos, en los que la Naturaleza recuperó territorio y no está dispuesto a cederlo de nuevo.
Quizá todos estos libros y otros más, en los que me detendré la próxima semana, busquen de alguna u otra forma dar espacio a una “rebeldía perdida” (hay que reconocer que la rebeldía también es negocio, como dijeran Joseph Heath y Andrew Potter en su libro Rebelarse vende, o si no pregunten a las autoras de Cuentos de buenas noches…), provocar alguna pausa, corresponder la belleza de la Naturaleza con el arte de la literatura y la ilustración, celebrar el estado de “infancia” contra la presión adulta de “madurar” y reinventar las muchas maneras de ser niño o niña salvajes.
Seguiremos pensándolo las próximas semanas.