Empecemos por la última pregunta. Censuramos en nombre de una noción de infancia que heredamos de la ilustración francesa del siglo XVIII, concretamente de Rousseau y sus principios básicos sobre cómo educar a los niños. Entre sus ideas más influyentes y conocidas está la de que el niño es bueno por naturaleza y que es la sociedad la que puede llegar a pervertir sus buenas inclinaciones. Por lo tanto, es necesario proteger a la infancia (palabra que proviene del latín infans: el que no habla) de la perversión y del mal para asegurarnos de que cuando hable, lo haga con buenas palabras, muchas de las cuales le van a llegar a través de los cuentos.
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Caperucita Roja (Adolfo Serra, Nórdica) |
En nuestro concepto de infancia también cala hondo el enfoque constructivista de otro suizo, Piaget, quien describe las capacidades que tiene el niño en cada etapa de su proceso evolutivo para razonar sobre el mundo que lo rodea y que, por tanto, como mediadores, nos lleva a preguntarnos qué lenguaje y qué propuestas temáticas está preparado para procesar, muchas veces más basados en prejuicios que en datos empíricos.
Y aquí entra en juego un tercer elemento, los valores, es decir, sobre qué podemos y debemos hablarles. Hemos recorrido un largo camino desde la literatura para el adoctrinamiento de los siglos XVIII y XIX hasta la actual literatura considerada una herramienta para formarnos como ciudadanos críticos a partir del diálogo entre el lector y el texto. Sin embargo, todavía queda mucho didactismo escondido que ve en el libro un instrumento útil para educar, para “abuenizar”, como dice Díaz Ronner, y así huir del conflicto y transferir “los deberes y los principios éticos provenientes del sector hegemónico”, que no es otro que el de los adultos. Amparados en esa finalidad educativa que se le otorga a la literatura, le damos entrada a la fatídica pregunta que atormenta a tantos libreros y bibliotecarios: ¿me recomiendas un libro para?”, o la no menos desafortunada consiga docente que trata de buscar un único significado irrefutable en cada lectura: ¿qué quiso decir el autor? Y entonces los niños tiemblan y se quedan sin palabras porque durante toda la lectura no disfrutaron del libro sino que leyeron para dar respuesta a La Verdad, aquella que incluso el propio autor desconoce.
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El principito (Joann Sfar, Salamandra) |
Claro que los libros nos transmiten valores y nos enseñan cosas, sobre todo esos libros que no son edulcorados y nos mueven el piso sin proponérselo pero no lo hacen del mismo modo para todos: “Yo creo que la literatura nos puede enseñar muchas cosas sin que seamos conscientes de eso, porque lo que nos enseña, en todo caso, no es lo mismo para cada lector y no es una sola cosa. Si algo nos enseña fuertemente, es a hacernos preguntas”. (María Teresa Andruetto).
La literatura infantil le facilita al niño aproximarse a realidades, del ambiente inmediato o lejano, que muchas veces padece o disfruta pero que no sabe todavía cómo expresarlas, y que la imaginación, en forma de imágenes o palabras, le permite al menos pensarlas sabiendo que esa no es la realidad misma. El niño completa lo que el texto sugiere en función de su experiencia vital y literaria y así construye el sentido, que nunca es uno, y que nunca está terminado del todo porque, como nos han enseñado las teorías de la recepción, un mismo libro puede tener significados distintos para la misma persona en etapas distintas de su vida. En esa pluralidad de significados y de niveles diferentes de lectura es que tampoco el niño hace la misma interpretación que el adulto y por eso no les hacen reír y llorar las mismas cosas.
Pero cuando se cree que la literatura puede ser una medicina que nos salva de la perversidad del lobo o, en el otro extremo, un virus que nos puede convertir en monstruos con los dardos de la palabra, entra en juego la censura y los valores morales priman sobre los literarios y el significado parece que solo puede ser uno. Entonces la censura, en nombre del bien, quema todo aquello que no encaja con su noción de infancia.
¿Cómo define la RAE el término censura?:
(I) tr. Formar juicio de una obra u otra cosa.
(II) tr. Corregir o reprobar algo o a alguien.
(III) tr. Murmurar de algo o de alguien, vituperarlos.
(IV) tr. Dicho del censor oficial o de otra clase: Ejercer su función imponiendo supresiones o cambios en algo.
Es decir, censurar es imponer una visión de algo que se ha formado a partir de un “juicio”, y la propia RAE define este término en su primera acepción como “facultad por la que el ser humano puede distinguir el bien del mal y lo verdadero de lo falso”, y cuando buscamos la definición de “bien”, encontramos que el bien no encierra en sí mismo la cualidad de verdadero porque puede ser “aprehendido falsamente como tal”. Por tanto, se censura en nombre de creencias y no de realidades.
¿Y quién censura? Podríamos distinguir tres tipos de censura si bien no dejan de estar interrelacionadas:
. La político-educativa, que ha sacado de las bibliotecas títulos como El principito por incitar a la ilimitada fantasía, Donde viven los monstruos por promover el desafío a la autoridad o Las brujas, obra que fue tildada de misógina.
. La comercial, que saca del mercado todo libro que no vende, a menudo porque su temática le resulta incómoda al mediador ya que habla de temas como la muerte, la homosexualidad o la violencia. Si bien hay editoriales más arriesgadas en sus propuestas, es difícil encontrar más de un libro de cada una de estas temáticas en el catálogo de una misma editorial. Y, no hay que perder de vista que, en muchos países, son el sistema educativo y las licitaciones estatales los principales clientes de las editoriales.
. Por último se encuentra la censura del mediador que no se anima a acercar un libro por miedo a no tener respuestas o a que se den situaciones que no pueda controlar.
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Donde viven los monstruos (Maurice Sendak, Kalandraka) |
Pero también censuramos los libros que consideramos de baja calidad aunque a los niños les fascinen y pisoteamos uno de los derechos fundamentales del lector según Pennac: el derecho a leer cualquier cosa. Y así llegamos a situaciones tan esperpénticas como la de la escuela pública de Barcelona que el año pasado censuró clásicos de la literatura infantil como Caperucita roja por sexistas.
Por tanto, censuramos aquellos libros que no se adecúan a nuestra visión ideal de la infancia sin tener en cuenta los intereses o las necesidades reales de los niños y subestimando su capacidad de interpretación.
Los niños deben poder tener los libros a su alcance, elegir aquel que prefieran, pero cuando somos nosotros quienes, como mediadores, elegimos sus lecturas, debemos ser responsables porque, como dice Cecilia Bajour, “elegir es ya estar leyendo”.
Somos constructores de un canon que va a contribuir a constituir el imaginario de muchos niños y que, para algunos, va ser ser su única ventana para asomarse a lo diferente. No podemos coartarles esa oportunidad en nombre de nada ni de nadie.
Diversos estudios del campo de las neurociencias han puesto de manifiesto que la lectura de obras literarias tiene implicaciones cerebrales que van más allá del mero entretenimiento en tanto nos permiten ponernos en el lugar del otro y detectar, comprender o predecir deseos, intenciones, pensamientos, creencias o emociones (Juan Mata).
Pero, ¿cómo aprovechar esta capacidad si todo lo que les damos a leer es fácil y homogéneo, si no les permitimos pensar nada nuevo? La literatura es un campo fructífero para abrir la cabeza a otras realidades, para pensar la propia desde otros ángulos, para ser más empáticos con quienes nos rodean.
Tenemos que animarnos a quedarnos sin respuestas, a que ellos se queden con más preguntas de las que traían antes de la lectura, a que la curiosidad los lleve por caminos inescrutables donde ellos puedan encontrar la salida. Estoy convencida de que no los ayudamos sobreprotegiéndolos.
No se crece sin sufrir.
Díaz Ronner, M.A. (2001). Cara y cruz de la literatura infantil. Buenos Aires, Lugar Editorial.
Nodelman, P. (1992). «We are all censors». En: Canadian Children’s Literature, n.º 68, pp.121-133.