¿Hasta qué punto podemos ofrecer a los niños, niñas y adolescentes la estabilidad que necesitan cuando no pueden o no deben permanecer en su casa?
¿Podemos considerar “permanente” el acogimiento? Incluso entre colegas y amigos que compartimos preocupaciones, experiencia y sufrimientos, descubrimos discrepancias importantes cuando tratamos esta cuestión.
Intentaré resumir a continuación tres historias recientes que me han empujado a reflexionar sobre este espinoso asunto.
La primera. Una pareja, que probablemente tiene mucho que ofrecer, tras participar en la formación de familias acogedoras, renuncia a ofrecerse como familia acogedora permanente porque imaginan que “no se sentirían capaces de sacar de sus vidas a un niño” después de cinco o diez años de convivencia familiar. ¿No estaremos enfatizando erróneamente la provisionalidad como un rasgo del acogimiento?
La segunda. Uno de nuestros chicos está atravesando muchos conflictos en su vuelta a casa. Se encontraba plenamente integrado en una familia acogedora, después de muchos vaivenes y no pocas dificultades de adaptación finalmente resueltas, cuando ciertos cambios externos y decisiones lo han colocado en un proceso de reincorporación familiar que, por ahora, no le resulta feliz, sino todo lo contrario. Lo que otros han llamado “vuelta a casa”, lo está experimentando como una “salida de casa” hacia un entorno desconocido, ajeno y amenazador. ¿Es que la llamada reunificación familiar es siempre preferible?
La tercera. Unos colegas piden colaboración para encontrar familia para una niña de seis años. Aparte de su familia de origen, con la que convivió durante su primer año de vida, ha pasado por cuatro familias acogedoras distintas. Tras describir las enormes dificultades de vinculación y relación que manifiesta en la actualidad, el técnico concluye: “Lo que le pasa es que no se siente en casa en ningún sitio”. ¿Y si la propia protección llega a ser más desestabilizadora que la situación de partida?
Se trata de una encrucijada compleja del sistema de protección: por un lado, se predica el apoyo a las familias de origen y se pretende el retorno del niño en cuanto sea posible; pero por otro, se quiere que las medidas alternativas tengan también todas las ventajas y características de una familia ordinaria, incluida la estabilidad y seguridad que ésta proporciona. Dada la aparente contradicción entre ambos objetivos, me gustaría recordar en este artículo que las medidas provisionales y la posibilidad de reunificación tienen un plazo, pasado el cual hay que ofrecer a los niños una situación estable, con otro tipo de planteamientos y de intervención.
Que treinta años no es nada…
No fue hasta la decisiva reforma de 1987 cuando nuestro país importó de la legislación italiana la definición del “affidamento” para incorporar el acogimiento a un sistema lastrado por la hiperinstitucionalización y la judicialización. Al comienzo, no resultaba fácil describir esta medida de protección, de modo que muchas explicaciones se resumían en que “la adopción es irrevocable y para siempre; pero el acogimiento es temporal y reversible”. Sin embargo, dos décadas después, nuestro sistema de protección afirmaba que además de los acogimientos temporales deben existir los acogimientos permanentes. ¿Es una contradicción? El legislador pudo haber elegido otra palabra. Hay quien propone términos como “indefinido”, o “sin fecha de retorno preciso” u otras expresiones; pero la ley dijo “permanente”.
Es una palabra hermosa, que refleja lo que pretendemos. Viene del latín permanentis, que significa «que está todo el tiempo en el mismo lugar«. Se compone del prefijo per- (por completo) y el verbo manere (quedarse, parar en un lugar). Ese “manere” aparece en vocablos tan sugerentes como permanecer, mansión, remanso, remanente, inmanente, etc. También me explican que el sufijo castellano “ecer” denota procesos o estados que no son puntuales, sino que se caracterizan por su cierta extensión temporal (crecer, adolecer, envejecer, permanecer…).
Esto parecería una mera disquisición etimológica; pero es que me resulta muy inspiradora la imagen del remanso, de ese alguien que se queda, de lo que no es pasajero sino propio de un lugar. “Permanecer”… Eso es lo que necesitaba aquella niña que en ningún lugar ha podido sentir que estaba en casa.
La permanencia como aspiración del sistema de protección
La llamada “Planificación para la Permanencia” ha orientado desde los años noventa todos los sistemas de protección infantil. Surgió como reacción al descubrimiento de que muchos niños, supuestamente protegidos, en realidad vivían “a la deriva” de recurso en recurso, de casa en casa, saliendo y retornando de sus hogares y hogares ajenos. Los telefilmes de sobremesa nos han familiarizado con las imágenes de los niños que cambian de familia llevando todas sus pertenencias en una bolsa de plástico.
Producto de esta preocupación, existe una especie de consenso en cuanto a que el plazo de año y medio o dos años es el periodo máximo tolerable para mantener a los niños en situaciones provisionales o temporales; pero más allá de ese plazo los niños deben crecer en un entorno estable. En la ley norteamericana, se consideraba el plazo máximo que un niño/a podía convivir con una familia distinta a la que vive como propia. Transcurrido dicho plazo, o regresaba a la familia o se acordaba una medida definitiva
El inicial planteamiento maximalista que se resumía en que “el niño protegido, o vuelve a casa en dos años o sale en adopción” afortunadamente se ha matizado con el tiempo. Hemos aprendido que algunas familias no podrán volver a convivir nunca, o no será la opción deseable para el niño. Sin embargo, pueden mantener el parentesco, la relación, y la identidad. Sin necesidad de forzar el regreso a un hogar que puede suponer un entorno de riesgo y una nueva ruptura, es posible mantener cierta conexión entre los niños acogidos y sus familias de origen. Ese es el sentido de haber reformulado la finalidad de la planificación para la permanencia como “lograr el nivel óptimo de contacto”, que no se reduce al todo o nada. Existen muchos puntos intermedios en la línea que va desde la “preservación familiar” que mantiene al niño en su casa con apoyos que eliminen el riesgo, hasta la “sustitución definitiva” de una adopción sin contacto. Entre ambos extremos hay muchas posibilidades y cada situación familiar y cada niño, niña o adolescente merece que busquemos la más adecuada. Ese nivel óptimo de contacto quedaría definido en el “plan individualizado de protección”, según la terminología empleada por la reforma de 2015.
Sería un error considerar que el porcentaje de reunificaciones familiares es, simple y llanamente, un indicador de éxito. Una evaluación más rigurosa considera que el verdadero objetivo de la protección es conseguir que los niños alcancen la estabilidad en condiciones satisfactorias. En este sentido, conviene reflexionar sobre los desoladores resultados de la revisión de Farmer[i], que comprueba los elevados porcentajes de niños que vuelven a ser protegidos sólo seis meses después de la reunificación, o dos años después, o cinco años después. En muchos de esos casos, en vez de una reunificación sin garantías debería haberse planteado otro “nivel óptimo de contacto” con la familia de origen que no implicara la convivencia diaria.
Intentar que vuelva a casa… durante dos años
Nuestro sistema de protección ha incorporado los planteamientos de la planificación para la permanencia durante las últimas décadas, y especialmente con la reforma legislativa de 2015. Esta pretensión de permanencia puede parecer una paradoja en estos tiempos de modernidad líquida, en los que nuestras relaciones se caracterizan por el cambio constante y la transitoriedad. Pero el ser humano para su desarrollo necesita una cierta estabilidad. Entre los elementos a considerar para determinar cuál es el interés superior del menor, la ley incorpora la importancia de la estabilidad. Por ello afirma que debe ponderarse cuidadosamente si es conveniente el regreso a la familia biológica cuando un niño ya está en acogimiento permanente, si tal regreso implica pérdidas y rupturas perjudiciales para él.
El diagnóstico de necesidades de aquella reforma[ii] ya mencionaba, entre otras cuestiones, la necesidad de introducir plazos máximos para las situaciones de cuidado temporal o provisional, así como de buscar familias dispuestas a la coparentalidad, dado que los niños convivirán con la familia acogedora pero podrán mantener sus referencias familiares. Los expertos que impulsaron aquellos cambios subrayaban la necesidad de que nuestro sistema sea capaz de proporcionar cuidado familiar estable y continuo, sea más rápido en la toma de decisiones, y sea respetuoso con los tiempos de los niños en la formación de vínculos de apego.
Nuestra legislación (Art. 2.3. Ley 1/96) afirma que para ponderar el superior interés del niño hay que incluir “el irreversible efecto del transcurso del tiempo en su desarrollo” y su “necesidad de estabilidad”. Cualquier medida de protección de menores no permanente (sea residencial o incluso familiar) que se adopte respecto a menores de tres años debe ser revisada cada tres meses y cada seis meses cuando sean mayores de esa edad. Dos años es el plazo para solicitar la revocación del desamparo si los progenitores o familia de origen consideran que han cambiado sus circunstancias (art. 172.2. CC); pero a los dos años de la tutela decae el derecho de oponerse a las medidas (172.2 CC). Ello puede incluir hasta la adopción, cuando exista un pronóstico fundado de imposibilidad definitiva de retorno.
Por consiguiente, hay que tener presente que la primera opción de protección, que por lo general será ofrecer oportunidades de recuperación a las familias, debe tener también un límite temporal, y son los derechos infantiles los que priman por encima de los derechos de sus familias y de las limitaciones de los técnicos. Pero nos tememos que no todo el mundo está igualmente concienciado de la importancia de limitar la provisionalidad y planificar la protección para ofrecer permanencia al niño. Hay que extender la convicción de que dos años son el plazo máximo que un menor puede estar en una situación provisional. Si durante un plazo razonable se han puesto a disposición de la familia las ayudas objetivamente suficientes para asumir sus responsabilidades, y no ha habido éxito, hay que ofrecer al niño la posibilidad de integrarse de forma estable en otra familia.
En un pasado no muy lejano, parecía aceptable la colocación del niño en protección hasta que era capaz de valerse por sí mismo o trabajar. Hay que desmontar esta fantasía de que los niños están “en depósito” mientras uno arregla sus problemas, como quien empeña los muebles y los recupera años después cuando ha progresado en la vida. La medida de separación tampoco debe ser considerada como si fuera una sanción penal para el adulto, que por tanto finalizaría al cumplirse el plazo previsto. Sería muy poco respetuoso con los niños aplicar esta lógica comercial o penal a su situación. Independientemente de los progresos de los adultos, hay que valorar las condiciones en las que se encuentra cada niño y las condiciones del entorno.
Los dos años de plazo no obedecen sólo a evitar perjuicios a los niños. El mismo funcionamiento de la familia también se ve afectada por su salida de los niños. Algunas se pueden desestructurar por completo y se disuelven… otras se acomodan a su vida cotidiana sin ejercer responsabilidades parentales, de modo que puede ser imposible recuperarlas. Por ello se espera del sistema un plan de intervención intensiva y temporalizada.
Una advertencia
Dada la erosión que padecen los servicios sociales generales y especializados, hay que dar una voz de alarma. La planificación para la permanencia no consiste en esperar el mero paso del calendario para anunciar que se llegó al “punto de no retorno” cuando se cumplen los dos años desde que el niño ha sido temporalmente separado. Se trata de que durante ese plazo, se debe trabajar activamente con los recursos de preservación familiar y reunificación, poniendo a disposición de las familias ayudas objetivamente suficientes para que recuperen sus responsabilidades parentales. De lo contrario, si no se trabaja la reunificación familiar, todos los acogimientos temporales se convertirán en permanentes.
Por desgracia, no todas las instituciones han asumido la preocupación por la intervención temporalizada y la revisión de medidas. Hay lugares donde ni siquiera es posible conseguir una contestación en tres meses sobre la situación de un niño o una familia. Pero conviene recordar que hay que remitir un informe justificativo al ministerio fiscal cuando un menor se haya encontrado más de dos años en acogimiento temporal (residencial o familiar), debiendo justificar por qué no se ha adoptado una medida protectora de carácter más estable.
La legitimidad del sistema se resquebraja si no hay intervención familiar cuando existen posibilidades de reunificación. Pero se llegará a una medida permanente si, pese a las ayudas ofrecidas, no hay voluntad de cambio o posibilidad de restablecer la responsabilidad parental en plazo razonable.
Entonces ¿se deja de trabajar con la familia biológica?
Cuando un niño, niña o adolescente se encuentra en acogimiento permanente, podemos entender que el Plan de protección ya no pretende promover cambios decisivos en las circunstancias familiares y recuperar la convivencia. En esta situación, el trabajo con la familia biológica tiene otra finalidad. Lograr que cada niño disfrute establemente del “nivel óptimo de contacto” con sus parientes implica esforzarse por lograr una cooperación favorable de la familia biológica (lo cual no siempre será fácil) y reducir los posibles conflictos, ya que el niño no va a regresar con ella, pero va a mantener la relación. La analogía no es exacta, pero al igual que tras un divorcio la inmensa mayoría de los “progenitores no custodios” aceptan que sus hijos convivan cotidianamente en otro núcleo familiar ¿podríamos conseguir una mayor aceptación de estas situaciones en las que “el niño no regresará con nosotros”, pero tampoco “nos lo arrebatan unos extraños”?
La familia biológica cuyos hijos se encuentran en acogimiento permanente, continúa ofreciendo para éstos pertenencia y referencia, aunque no exista convivencia, o ésta se reduzca a momentos esporádicos. Que los progenitores que han fallado puedan participar en el proceso de reparar el daño padecido por el niño tiene un valor incalculable. Que puedan acompañar el crecimiento de sus hijos desde la distancia física, alentando sus progresos y respetando su actual entorno familiar, también. Que los momentos de encuentro o los periodos de convivencia sean satisfactorios, también. Todo ello implica un trabajo delicado con la familia, que ya no se apoya en la motivación de la vuelta a casa como motor de cambios, sino en ayudarles a encontrar y mantener una relación satisfactoria y beneficiosa para el niño.
El acogimiento permanente ¿es permanente?
El acogimiento permanente puede acordarse desde el comienzo si ya se ha descartado el retorno, o también tras finalizar el acogimiento temporal, cuando no sea posible la reintegración familiar. Hay que recordar que la ley hasta contempla que puede solicitarse al Juez la atribución a los acogedores de algunas de las facultades de la tutela, a fin de facilitar el desempeño de sus funciones. Como han interpretado los civilistas, “la calificación de este acogimiento como “permanente” permite presumir que el mismo se prolongará, en principio, hasta la mayoría de edad del menor”[iii].
No obstante, la ley deja abierta la puerta a una posible finalización del acogimiento y regreso a la familia si resultara conveniente para el niño y hubieran desaparecido los motivos de desamparo, tras ponderar su integración en la familia acogedora y el apego emocional a sus figuras de referencia.
Al encontrarse integrado en una medida familiar estable, la mera desaparición de los factores que provocaron el desamparo no será suficiente. Como dice la ley, deberá ponderarse el tiempo transcurrido y la integración en la familia de acogida y su entorno, así como el desarrollo de vínculos afectivos con la misma. De hecho, la ley ni siquiera considera que el acogimiento permanente pueda cesar a instancia de la familia de origen, sino que reserva esta posibilidad a la administración protectora y la fiscalía.
Como bien explicaba aquel excelente Manual de Cruz Roja[iv] , se debe garantizar el derecho a la estabilidad y pertenencia, tanto del niño como de los guardadores. La finalización, si procede, de un acogimiento familiar permanente habrá de realizarse con extremo cuidado, velando por que obedezca al interés superior del niño. Y en todo caso, con apoyo al niño y la familia acogedora que les permita prepararse, integrarlo y desearlo.
No resulta fácil definir a priori en qué supuestos podría plantearse como más beneficioso el regreso de un menor en acogimiento permanente a una familia de origen que con el tiempo ha cambiado. En principio, habría que estudiar dicha posibilidad si el niño, niña o adolescente manifiesta clara y persistentemente su deseo de regresar, o muestra sufrimiento por permanecer separado de su familia de origen, o no se aprecia una fuerte vinculación emocional con los acogedores, o en todo caso menor a la que muestra con su familia biológica. Lo cual no debe confundirse con situaciones de crisis adolescente donde, al igual que cualquier otro coetáneo, experimenta sentimientos de rechazo o enfrentamiento con los adultos. También puede ser que este adolescente, que ha sufrido, arroje su dolor contra la familia acogedora expresando un deseo de volver con los suyos, que de hacerse realidad viviría como un nuevo abandono y una nueva ruptura. El acompañamiento, muchas veces terapéutico, permitirá discernir estas situaciones.
Cómo avanzar en la permanencia
Hay que esforzarse para ajustar la imagen del acogimiento permanente, tanto la que recibe la opinión pública, como la que trasladamos en la captación y formación de familias, como la que perciben muchos profesionales de nuestro ámbito y del judicial. No es la provisionalidad ni la posible reversibilidad lo que caracteriza al acogimiento permanente, sino la experiencia de coparentalidad.
Se trata de dejar de considerar el acogimiento como una medida “de sustitución” de una familia por otra, para acercarse a un concepto “de complementación” donde una familia aporta la convivencia y el cuidado cotidiano que la otra no puede proporcionar. Decimos coparentalidad porque es una situación en la que una familia ofrece a un niño un entorno seguro, afectivo y estable que necesita su desarrollo, pero no le priva de los valores que pueden aportar sus progenitores u otras personas de su entorno. Una familia que ayuda a otra familia, aunque la convivencia no se recupere. Pero se preservan sus vínculos de pertenencia y la identidad que supone su referencia familiar.
Necesitamos personas dispuestas a aceptar sinceramente y con entusiasmo que un niño, niña o adolescente convivirá con ellas, pero mantendrá vínculos y sentimientos de pertenencia y referencia con su familia de origen; y necesitamos dispositivos de acompañamiento para ambas familias, probablemente muy diferentes entre sí en cuanto a sus circunstancias, valores, cultura, expectativas, etc.
Estamos buscando proporcionar al niño un lugar capaz de atender traumas anteriores, satisfacer la necesidad de pertenencia, establecer apegos seguros, incorporar su propia historia e identidad, preservar el vínculo real y simbólico con su familia biológica, y poder relacionarse con ésta, siempre que dicha relación no amenace su bienestar.
La experiencia demuestra que, incluso para adolescentes y jóvenes que dejaron de convivir con sus familias acogedoras, la relación con estas, la calidad del vínculo establecido y la estabilidad que les ofrecieron forman parte de su identidad y de su mundo emocional y familiar. Las familias se han convertido en sus mentores, y probablemente les han ofrecido una experiencia y un aprendizaje decisivo para la futura construcción de su propia familia. Se han convertido en una referencia moral, una base desde la que explorar el mundo, y también en ocasiones un refugio al que volver. Probablemente se trate de uno de los mejores indicadores de los beneficios del acogimiento familiar.
Pero la permanencia no cae del cielo. Como en cualquier otra relación humana (la amistad, la pareja, la misma parentalidad…) no es resultado de una declaración de intenciones, de los contratos iniciales o las promesas… sino que también depende de lo que hagamos. ¿Muchos acogimientos acaban interrumpiéndose? Seguro. ¿Por qué causas? Muchas y muy diversas… Pero la permanencia también es producto del acompañamiento acertado, de la buena orientación, de la percepción de ser escuchado y tomar parte de las decisiones, de la posibilidad de respiro, del respeto y la no imposición, etc. Algunas veces oímos historias de jóvenes o de familias cuyo acogimiento no resultó satisfactorio y parecería que se hizo todo lo posible porque saliera mal… Al igual que solemos decir que cada familia que habla bien del acogimiento hace que otra familia se ofrezca, pero cada familia que habla mal provoca que cinco no lo hagan… deberíamos llegar a decir que gracias a cada acogimiento que acaba mal aprenderemos a sostener otros tres con éxito.
La preocupación por ofrecer estabilidad en su entorno familiar precisamente a niños, niñas y adolescentes cuyo desarrollo se ha visto amenazado por las pérdidas y la provisionalidad debe impregnar el conjunto de nuestras decisiones y actuaciones. Quiero acabar recordando a un sabio compañero[v] – y maestro – que en su reciente jubilación, resumía así sus sugerencias para reducir también otras fuentes de inestabilidad durante el acogimiento:
“Hemos aprendido lo delicado que puede ser para el futuro emocional de los niños cuando les cambiamos de familia, o inician o cesan un acogimiento con origen o destino en una residencia. Por tanto, hemos de ser cuidadosos al extremo con los periodos de adaptación de una familia a otra de desde o hasta una residencia. Hemos de ser conservadores y evitar los cambios de familia al cambiar de modalidad de temporal a permanente cuando sea posible. Debemos elegir la modalidad de acogimiento que nos facilite evitar cambios de familia de un acogimiento a otro si las previsiones no se cumplen”.
[i] FARMER, E. (2018): Reunification from Out-of-Home Care: A Research Overview of Good Practice in Returning Children Home from Care. University of Bristol, Bristol.
[ii] ADROHER, S., BENGOECHEA, A. y GOMEZ, B.(2015): Se busca familia para un niño. Perspectivas juridicas sobre la adoptabilidad. Universidad Comillas /Dyckinson, madrid.
[iii] LOPEZ AZCONA, A. (2016): Luces y sombras del nuevo marco jurídico en materia de acogimiento y adopción de menores: a propósito de la Ley Orgánica 8/2015 y la Ley 26/2015 de modificación del sistema de protección a la infancia y adolescencia. Boletín del Ministerio de Justicia: Estudio Doctrinal. Año LXX Núm. 2185 Enero de 2016
[iv] CRUZ ROJA (2010): Manual de buena práctica en acogimiento familiar. Cruz Roja, Madrid.
[v] RUBIO LÓPEZ, J.M. (2019): El Acogimiento Familiar 32 años después (1987-2019). Ponencia presentada en las XIV JORNADAS SOBRE INFANCIA MALTRATADA EN LA COMUNIDAD DE MADRID: En el 30 aniversario de la aprobación de la Convención de Naciones Unidas: Propuestas de mejora en la atención a la infancia desde el enfoque de derechos. Asociación Madrileña para la Prevención del Maltrato Infantil (APIMM). Madrid, 23-24 octubre 2019.