Anuario Estadístico de América Latina y el Caribe 2018.

Daniel Taccari, 
Coordinador y otros*





En el Anuario Estadístico de América Latina y el Caribe de la CEPAL se presenta un conjunto de estadísticas básicas que caracterizan la situación económica, sociodemográfica y ambiental de la región referidas a un período en particular. 
Esta información forma parte del conjunto de estadísticas disponibles en CEPALSTAT, el portal de bases de datos y publicaciones estadísticas de la CEPAL [en línea] http://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/44445/4/S1800772_mu.pdf


Descripción
La presente edición del Anuario contiene datos que se encontraban disponibles hasta mediados de diciembre de 2018.
Las versiones impresa y electrónica del Anuario no son exactamente iguales. En la primera se incluye una selección de cuadros y gráficos orientados a brindar un resumen de la información estadística desde la perspectiva regional, privilegiando la comparabilidad internacional de los datos, como es el caso de la información sobre pobreza y sobre cuentas nacionales en dólares elaboradas por la CEPAL. La versión electrónica de este Anuario está disponible en línea en el sitio web de la CEPAL; en ella se incluye un mayor número de cuadros, que brindan información más detallada —y sobre un período histórico mucho más amplio— acerca de la situación económica, social y ambiental de los países. Estos cuadros también son accesibles desde la versión pdf a través de los hipervínculos incluidos en el documento.

*Autorías:
La elaboración de la presente edición del Anuario Estadístico fue coordinada por Daniel Taccari, Estadístico de la División de Estadísticas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). La información es fruto de la oportuna colaboración de los directores de los organismos de estadísticas y los presidentes de los bancos centrales de los países de la región. El estudio fue coordinado en el área de las estadísticas sociales y demográficas por Xavier Mancero, con la colaboración de Álvaro Fuentes, Carlos Howes y Claudio Moris. La coordinación del procesamiento de las estadísticas relativas a cuentas nacionales, balanza de pagos, comercio exterior y precios estuvo a cargo de Giovanni Savio, con la colaboración de María Paz Collinao, Bruno Lana, Giannina López, Patricia Marchant, María Alejandra Ovalle y Ernestina Pérez. La coordinación del área de estadísticas ambientales y de recursos naturales estuvo a cargo de Rayén Quiroga, con la colaboración de Marina Gil, Pauline Leonard, Alberto Malmierca y Sofía del Villar. Los gráficos estadísticos fueron diseñados y elaborados por Pauline Stockins. Los aspectos de programación estuvieron a cargo de Verónica Lazo, Brian Ngure y Andrés Yáñez.

Trabajar los valores de la convivencia.


“Hemos aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, 
pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos”. 
                                                                        Martin Luther King.

No se trata sólo de hablar sobre los valores, 
se trata, ante todo, de educar para y en estos valores, de manera que 
el alumnado pueda construir sus propios valores 
dentro de un marco de unos  compartidos.

Pedro Mª Uruñuela Nájera. 





.
Recientemente tuve ocasión de participar en una jornada organizada por el Ayuntamiento de Pinto, en Madrid, dedicada a presentar buenas prácticas educativas llevadas a cabo por los centros de la localidad, relacionadas con la convivencia. Es importante el esfuerzo que hacen muchos ayuntamientos para ponerlas en valor, darlas difusión y contribuir a su extensión y generalización.

Tuve el honor de dar la ponencia marco que abrió esta jornada y en ella traté de reflexionar sobre la educación en valores que tiene lugar a partir del trabajo de la convivencia. A lo largo de la charla, partiendo de vieja ideas aprendidas de mi profesor y buen amigo Puig Rovira, reflexionamos sobre la educación en valores como el intento de ayudar a los jóvenes a decidir el modo en el que querían vivir, señalando, entre otros aspectos, la importancia de la interrelación para la educación en valores
Ser persona es relacionarse e interrelacionarse, 
no somos nada sin la relación y es necesario buscar los mecanismos 
que refuerzan y desarrollan estas relaciones: 
los basados en el afecto, el diálogo y la cooperación.

Hablar de convivencia implica, en primer lugar, plantearnos la finalidad última que buscamos con la educación. Si reflexionamos sobre ella, veremos que hay dos enfoques muy diferentes, que es preciso aclarar y profundizar. Para determinadas personas es necesario buscar una educación de calidad, centrada en la mejora del currículum personal y en la consecución de la excelencia académica, en el dominio de muchos conocimientos y saberes, especialmente los relacionados con los saberes básicos de la lengua, matemáticas e idiomas. El planteamiento de la LOMCE, como demuestra la lectura de su Preámbulo, concreta y explica esta interpretación de los fines básicos de la educación.

Otras personas, por el contrario, entendemos que no puede reducirse a este planteamiento la finalidad básica de la educación y que es necesario preguntarse cómo se pueden formar personas que, a la vez que son competentes académicamente, sean también solidarias, críticas, dialogantes y constructoras de paz. 
No se trata tanto de buscar o plantear la incompatibilidad entre ambas opciones, cuanto de abordar un enfoque integral de ambas. Por eso se considera que aprender a convivir es uno de los objetivos básicos e imprescindibles de la educación.

Nos recordaba Martin Luther King que “hemos aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos”. La fraternidad sigue siendo la asignatura pendiente, la propuesta todavía no desarrollada a partir de los ideales ilustrados. Hemos trabajado y desarrollado, mejor o peor, la libertad y la igualdad, nos queda pendiente el trabajo y desarrollo de la fraternidad.
Nuestros alumnos y alumnas van a estar en los centros educativos entre trece y quince años. Gozamos en la escuela de un “privilegio” del que no goza ninguna otra institución social, que todos los niños y niñas pasen necesariamente por la escuela. No podemos desaprovechar este tiempo, quizás el más importante en el desarrollo humano; sería una grave irresponsabilidad por nuestra parte ya que, como señala Tedesco, aprender a vivir juntos es una de las funciones principales de la escuela del siglo XXI, porque se trata de una experiencia que no se da naturalmente en el espacio exterior a la escuela: la experiencia de contacto con el diferente, de respeto y responsabilidad hacia los otros.

Trabajar la convivencia supone enseñar a nuestro alumnado a establecer relaciones consigo mismo, con otras personas y con el entorno. Algo que se construye día a día, que hay que cuidar de manera continua, ya que, de no hacerlo así, se viene abajo y se destruye fácilmente. Pero quizá lo más importante son los valores desde los cuales se construye esta relación: la dignidad humana, la paz positiva y los derechos humanos.

La dignidad humana enseña que toda persona, con independencia de su origen y condición socioeconómica y cultural, tiene un valor que nadie le puede ni debe arrebatar. Toda persona, como nos decían los ilustrados, es un fin en sí misma y no puede reducirse a ser un medio al servicio de otras personas, de sus intereses u objetivos. De ahí el rechazo a toda forma de explotación, de utilización, de sometimiento a los fines particulares de otra persona. De la dignidad y valor personales se deriva el respeto que le debemos, la aceptación incondicional de dicha persona por ser persona. Nuestros alumnos y alumnas aprenderán para toda su vida esta enseñanza, de manera que el respeto a cualquiera será uno de sus valores básicos en su relación social. Nos irá mucho mejor en nuestra vida.

Como valor fundamental de la convivencia, el respeto a la dignidad se concreta también en el rechazo a cualquier forma de relación basada en el dominio-sumisión, es decir, en el predominio e imposición de determinadas personas que tienen más poder, más recursos y más fuerza y, por ello, imponen y dominan a otras que no disponen de los mismos medios para oponerse, que no saben cómo defenderse. Es necesario rechazar y condenar toda forma de violencia, desde la física, la más visible, a las violencias verbal, psicológica, social o de género, más difíciles de ver y detectar, pero de mayor incidencia en la vida diaria de las personas.
La paz positiva, segundo criterio y valor de la convivencia positiva, se basa en la construcción de relaciones basadas en la justicia y equidad, relaciones muy alejadas de las situaciones de discriminación y negación de los derechos, características de la violencia. No podemos conformarnos con la paz negativa, con la ausencia de guerras u otras formas de violencia. Es necesario construir en positivo, incidir en los factores estructurales y culturales que inciden en las relaciones humanas, para poder construir una relación basada en la justicia.

Los derechos humanos, a través de sus diversas formulaciones y concreciones, constituyen lo que podemos denominar la moral mínima que compartimos y que hace posible la convivencia. Puede criticarse su insuficiencia, su escasa capacidad para exigir su cumplimiento, sus sesgos occidentales, etc., pero, más allá de estas insuficiencias, siguen siendo una referencia importante para la construcción de la convivencia.

La relación interpersonal es el cimiento y la base de la convivencia y de toda la acción educativa. Trabajar la relación nos lleva también a la necesidad de trabajar el cuidado, ya que toda relación humana tiene su esencia en el cuidado, en el nosotras y nosotros. El cuidado tiene efectos muy positivos para la relación, influye en el desarrollo emocional e intelectual de la infancia, concreta y refuerza el respeto y atención a todas las personas y es un elemento fundamental de la acción educativa.

Trabajar el cuidado implica superar planteamientos muy arraigados en el profesorado, ir más allá de una visión puramente academicista de la educación y dejar de lado de manera definitiva el planteamiento que describíamos al inicio. La convivencia positiva y el cuidado mutuo son incompatibles con modelos de relación basados en la competitividad, en la lucha por ser el primero con olvido del resto de compañeros/as, en el individualismo, etc. Por el contrario, implica poner en el centro de nuestra atención a las personas, a sus necesidades y demandas, a sus expectativas. Y desarrollar una visión colectiva, basada en el nosotros/as, que busca la inclusión y la superación de la discriminación.

Este planteamiento global de la convivencia exige el trabajo de determinados valores, imprescindibles y necesarios para una buena relación. Sin ánimo de exhaustividad, pueden señalarse, además del respeto, otros igualmente importantes como la cooperación, la participación, la inclusión, la generosidad, la justicia, la confianza, el diálogo, la amistad, la paciencia, la creatividad, la responsabilidad, la constancia, la prudencia, la paz o la solidaridad.

No hay que olvidar que estos valores sólo pueden ser aprehendidos mediante su vivencia y experimentación o, lo que es lo mismo, gracias a la organización del centro educativo desde y en estos valores, de manera que se haga posible la vivencia directa de estos principios. No se trata sólo de hablar sobre los valores, se trata, ante todo, de educar para y en estos valores, de manera que el alumnado pueda construir sus propios valores dentro de un marco de unos  compartidos. Todo ello sobre planteamientos basados en las tres C: Cariño (afecto), Comunicación (diálogo) y Cooperación.
Pedro Mª Uruñuela Nájera. – Asociación CONVIVES

Los derechos de los pueblos indígenas: Presentación de la Revista Tiempo de Paz.


Los derechos de los pueblos indígenas
Presentación del nº 131 de la revista Tiempo de Paz, Los derechos de los pueblos indígenas, con las intervenciones de Francisca Sauquillo, Carlos Fernández Liesa, Daniel Oliva Martínez y Martín Rivero Illa, el 22 de abril a las 12:00 horas en la Secretaría General Iberoamericana, Madrid.

Imprescindible confirmación de asistencia en mpdl@mpdl.org hasta el 21 de abril.

"LAS MIGRACIONES DE JÓVENES Y ADOLESCENTES NO ACOMPAÑADOS: UNA MIRADA INTERNACIONAL", Libro.

Coordinadores:
    Rodríguez García de Cortázar, Ainhoa,
    Gimeno Monterde, Chabier.
ISNN 978-84--338--63-1

Resumen:

Los niños, las niñas y las personas jóvenes migrantes o solicitantes de protección internacional protagonizan un fenómeno humano de creciente importancia que plantea numerosos retos para las políticas sociales y las profesiones que las aplican y desarrollan (trabajo social, educación intencional, etc.). 
Las migraciones de jóvenes y adolescentes no acompañados: una mirada internacional es una monografía colectiva que analiza en profundidad temas de máxima actualidad. Desde la pluralidad de disciplinas académicas y enfoques teóricos y prácticos, un equipo internacional de especialistas de reconocido prestigio expone las claves para comprender las migraciones infantiles y juveniles autónomas, la trata de niñas y jóvenes con fines de explotación sexual y las transformaciones de los sistemas de protección de la infancia. 
Se reúnen aquí autoras y autores muy presentes en la documentación científica especializada que comparten su compromiso con los derechos de la infancia y de las personas migrantes, ofreciendo una mirada poliédrica y global que muestra las particularidades de estas cuestiones en países europeos (España, Suecia e Italia), africanos (Nigeria y Mozambique) y americanos (México y Nicaragua). El resultado es un texto sin fronteras.

La mitad de la juventud en España, fuera de la clase media.


La devaluación de las condiciones laborales, la desigualdad impositiva y los recortes
 han potenciado la expulsión de los jóvenes del modelo de bienestar.

Entre los nacidos entre 1942 y 1964, seis de cada diez jóvenes conseguían acceder a la clase media. 
Para la siguiente generación, aquellos que crecieron entre 1965 y 1982, el porcentaje se redujo ligeramente, hasta el 58%. 
Y entre los conocidos millenial, nacidos desde el año 1985: 18 puntos menos que en las generaciones precedentes.


Vivir mejor, o al menos de forma parecida, que nuestros padres. Una máxima del Estado de bienestar apoyada en la igualdad de oportunidades y el ascensor social. O así era, al menos, hasta la recesión de 2008. Hoy, entre las discusiones sobre los decimales en el crecimiento económico y las tasas de beneficio, apenas la mitad de los jóvenes pueden acceder a la clase media en España. Son muchos menos de los que lo conseguían en las generaciones anteriores, según datos que acaba de publicar la OCDE en un estudio titulado Under Pressure: The Squeezed Middle Class, donde se estudia el empeoramiento de las condiciones de vida de la población desde el inicio de la crisis.


El informe es también una fotografía de la degradación, prolongada, de los Estados sociales en los países desarrollados a los largo de las últimas décadas. Desde mediados de los años ochenta, en el conjunto de países de la organización, los hogares de clase media han pasado de representar el 64% a poco más del 60%.

En el caso concreto de España, apunta el organismo, la brecha generacional en el nivel de oportunidades es todavía más amplia. Entre los nacidos entre 1942 y 1964, seis de cada diez jóvenes conseguían acceder a la clase media. Para la siguiente generación, aquellos que crecieron entre 1965 y 1982, el porcentaje se redujo ligeramente, hasta el 58%. Y entre los conocidos como generación millenial, nacidos a partir del año 1985, las consecuencias de la crisis y la desigualdad han terminado por expulsar a muchos de ellos del modelo de bienestar: solo la mitad de los jóvenes ha conseguido acceder a la clase media tras cumplir los 20 años. Son diez y ocho puntos menos que en las generaciones precedentes.

Según la OCDE, se considera que una persona pertenece a este grupo de población si posee una renta situada entre el 75% y el 200% del sueldo medio del país de referencia. En el caso de España, esto suponen unos ingresos no excesivamente altos, situados entre los entre los 11.500 y 30.500 euros anuales, aproximadamente.

Los datos que arrastra España son, además, peores que la media general –histórica y actual– de los países que forman parte de la OCDE, y demuestran el retraso en las estructuras de bienestar que aún sufre el país. De esta forma, la población joven millenial que ha podido acceder a la clase media en el conjunto de países de la organización asciende al 60%, diez puntos por encima del ratio de nuestro país.
Según el organismo internacional, uno de los principales detonantes de esta situación ha sido la congelación de los salarios y las rentas de la población durante las últimas décadas, al mismo tiempo que aumentaban los costes de vida en ámbitos básicos como la salud, la educación o la vivienda. Para paliar esta situación y acabar con el estrangulamiento de la clase media, las recomendaciones del organismo son tremendamente ambiciosas: es necesario que los gobiernos acaben con la precariedad laboral, mejoren los servicios y la protección pública o ajusten su modelo fiscal para lograr un redistribución más justa.

El documento de la OCDE se une a las innumerables advertencias que organizaciones internacionales y ONG han lanzado durante los últimos meses sobre las enquistadas consecuencias de la crisis y el modelo económico actual. El año pasado, Oxfam Intermón denunció que en España, y pese a haberse alcanzado el nivel de PIB anterior a la crisis, todavía éramos el tercer país más desigual de la UE y existían cerca de 10 millones de personas con rentas por debajo del umbral de la pobreza.

"¿El planeta tendrá la misma capacidad que la catedral de Notre Dame para resistir los envites a los que está siendo sometido?".

Greta Thunberg teme que los cimientos del planeta 
sean “menos sólidos que los de Notre Dame”.
"Quiero que actúen como si su casa estuviera en llamas".


"Llegan las elecciones europeas 
y la mayoría de los jóvenes afectados por el cambio climático no podremos votar. 
Por eso estamos en la calle. 
Escuchadnos. Votad por nosotros. Votad por el futuro de la humanidad".








Estrasburgo

Thunberg ha avisado a los eurodiputados que quiere que "entren en pánico". 
"Quiero que actúen como si su casa estuviera en llamas" ha asegurado, para apostillar: "Muchos políticos me han dicho que con el pánico no se consigue nada bueno. Estoy de acuerdo, pero cuando tu casa está en llamas quieres pervenirla de un derrumbe, es mejor entrar en pánico un poco".

Por eso, ha urgido a los líderes a actuar para salvar el planeta del mismo modo que se han comprometido a reconstruir la catedral de Notre Dame, que fue pasto de las llamas el pasado lunes. "Nuestra casa se desmorona y nada ocurre, tenemos que cambiar al modo catedral -en referencia a las ayudas ofrecidas para su recostrucción- les pido que despierten y hagan lo necesario"


Greta Thunberg, emocionada durante su intervención en la Eurocámara.
En vídeo, su viaje a Estrasburgo para luchar contra el cambio climático.
 FOTO: FREDERICK FLORIN (AFP) | VÍDEO: ATLAS

Escuchar a una adolescente de 16 años en las instituciones más importantes del mundo ha dejado de ser una rareza. La activista sueca Greta Thunberg, que ya ha pasado por el Foro de Davos, cumbres climáticas y este miércoles llega al Vaticano para verse con el Papa, irrumpió este martes en el Parlamento Europeo de Estrasburgo con su habitual retahíla de deberes para la clase política. En un mensaje con aires de funeral, la líder contra el cambio climático esbozó un panorama que la obligó incluso a detenerse, al borde del llanto, a recuperar resuello para continuar su discurso. "Unas 200 especies desaparecen cada día. La erosión del suelo fértil y la deforestación de nuestras selvas primigenias, la contaminación, la muerte de insectos o la eutrofización de nuestros océanos son desastres que se están acelerando por nuestra forma de vida", dijo Thunberg antes de que se le quebrara la voz y la audiencia estallara en un largo aplauso.



La joven, que llegó a Francia tras un largo viaje en tren desde Suecia se niega a tomar aviones porque contaminan más—, mostró sus dudas sobre si el planeta tendrá la misma capacidad que la catedral de Notre Dame para resistir los envites a los que está siendo sometido. "Ayer el mundo vio con desesperanza y tristeza cómo Notre Dame ardía. Algunos edificios son más que simples edificios, pero Notre Dame será reconstruido porque sus cimientos son fuertes. Ojalá nuestros cimientos fueran todavía más sólidos, pero temo que no sea así", declaró Thunberg, invitada a la Cámara por el grupo de Los Verdes.

Su llegada desató una enorme expectación. Pese a que intervino en una comisión parlamentaria y no pudo hacerlo ante el pleno, la sala estaba llena, y varios eurodiputados asistieron a contemplar en primera persona el fenómeno que ha movilizado a cientos de miles de jóvenes de todo el mundo contra el cambio climático con un discurso relampagueante y sin concesiones a las élites. 
Como ya le sucedió cuando visitó el Consejo Económico y Social en Bruselas, de ellas se llevó solo el aplauso, ningún compromiso firme. "Cuando le digo a los políticos que hay que actuar ya, la respuesta habitual es que no pueden hacer algo drástico porque los votantes no lo entenderían. Tienen razón porque la mayor parte de la gente no sabe por qué son necesarios esos cambios. Hay que unirse detrás de los científicos", reclamó.
Con la UE jugando al gato y el ratón en el laberinto del Brexit con el Reino Unido, Thunberg llamó a preocuparse por los verdaderos problemas y lamentó que haya más cumbres sobre el Brexit que sobre el clima.

Gran parte de la generación que ha tomado las calles en huelgas estudiantiles nunca antes vistas no tiene siquiera derecho a voto por su corta edad. Por eso Thunberg se dirigió a los que sí han cumplido suficientes años como para acudir a las urnas: "Llegan las elecciones europeas y la mayoría de los jóvenes afectados por el cambio climático no podremos votar. Por eso estamos en la calle. Escuchadnos. Votad por nosotros. Votad por el futuro de la humanidad".



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El ejercicio del voto en el marco de los derechos de la infancia.

Ante el comienzo de campañas electorales en España, 
volvemos a recircular este artículo.
Han pasado 10 años,
y en España no se ha movido este asunto:

El debate en torno al voto 
de las  niñas, niños y adolescentes.

Lourdes Gaitán Muñoz. Socióloga,
Presidente GSIA.
Junio 09. Nº 85. 


En este artículo se desarrolla la idea de la participación política de las personas menores de edad como componente de los derechos de participación reconocidos  a  los  niños,  niñas  y  adolescentes  en  la  Convención  de  las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño. Para ello se comienza examinando la posición de los niños en la sociedad, así como su evolución en el último siglo y medio. Otro tanto se hace con la historia de los derechos de los niños, antes de llegar al análisis del contenido de la Convención citada, y en especial de la consideración que en la misma recibe el tema de la participación infantil. Se discuten después las diferentes alternativas orientadas a lograr la ampliación de la representación política de las personas más jóvenes, así como los argumentos con los que se defiende la pertinencia de mantener el actual statu  quo,  para  finalizar  proponiendo  la  necesidad  de  encontrar  nuevos caminos de participación en la cosa pública, sea para niños o para mayores.

Históricamente las personas menores de edad son el último grupo social que no ha visto reconocidos todavía sus derechos a reclamar una participación activa en los recursos políticos y económicos de la sociedad de la que forma parte. Jens Qvortrup se apoya en la siguiente frase de Bendix, quien el relación a las revoluciones políticas e industriales de Occidente afirma que “han llevado al reconocimiento de los derechos de ciudadanía para todos los adultos, incluyendo a aquellos que se encuentran en posición de dependencia económica” (1977:66) para significar que ello no ha sido así para los niños, que no han obtenido ventaja, como sujetos, de estos cambios, ya que de algún modo son todavía parte de un sistema feudal que no concede derechos inmediatos a sujetos en posición de dependencia económica tales como lo eran los aparceros, obreros o sirvientes, que venían a ser clasificados bajo el paraguas del hogar de sus amos y representados por ellos.
                                                                                                            
Dada esta situación, la defensa de la rebaja de la edad a la que una persona está habilitada para participar en la vida política a través del ejercicio del voto viene a ser una reivindicación que se inscribe en la extensión progresiva de los derechos de la persona, como integrantes de los derechos de ciudadanía, que se viene impulsando en las democracias avanzadas, especialmente a partir del último tercio del pasado siglo. Con la particularidad, en este caso, de que no son las personas directamente afectadas las que, de forma individual o colectiva, reclaman que sean removidas las diferencias que les separan de otros seres humanos (adultos), sino que son estos otros los que elevan sus voces a favor de una mayor participación. Ello es porque el grupo infantil es uno que no logra su emancipación gracias a su reivindicación o a su lucha, sino simplemente por el paso de los años (Gaitán, 1999).

En este artículo se desarrolla la idea de la participación política de las personas menores de edad como componente de los derechos de participación reconocidos  a  los  niños,  niñas  y  adolescentes  en  la  Convención  de  las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño. Para ello se comienza examinando la posición de los niños en la sociedad, así como su evolución en el último siglo y medio. Otro tanto se hace con la historia de los derechos de los niños, antes de llegar al análisis del contenido de la Convención citada, y en especial de la consideración que en la misma recibe el tema de la participación infantil. Se discuten después las diferentes alternativas orientadas a lograr la ampliación de la representación política de las personas más jóvenes, así como los argumentos con los que se defiende la pertinencia de mantener el actual statu  quo,  para  finalizar  proponiendo  la  necesidad  de  encontrar  nuevos caminos de participación en la cosa pública, sea para niños o para mayores.

Cambios en la visión del niño y de su lugar en la vida social
Quizá sea necesario comenzar explicando que el concepto de niño o niña que se va a utilizar en este artículo se corresponde, precisamente, con la definición contenida en el artículo primero de la Convención de las Naciones Unidas, esto es, todo ser humano menor de 18 años de edad, sin perjuicio de que pueda discutirse la oportunidad de englobar realidades tan diferentes como las que son propias de un niño o niña de 2 años y las de uno o una de 16, bajo la misma etiqueta. Ya metidos en la clarificación de conceptos, cabe decir que por infancia se entiende aquí, no tanto un colectivo de niños, niñas y adolescentes, como un espacio de la estructura social cuyas características están histórica, geográfica y culturalmente definidas y que determina la manera de ser niño en una cierta sociedad. Se considera, finalmente, que niños, niñas y adolescentes configuran un grupo social minoritario, cuyo rasgo más común es precisamente el de encontrarse por debajo de una edad establecida legalmente, lo que restringe su capacidad de hacer, a la vez que le proporciona una protección especial.

Pues bien, tomando la perspectiva histórica como punto de partida, cabe acudir a la obra de un historiador francés, Philip Ariès (1987) cuyo texto titulado El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, pese a su carácter localista (se limita a fuentes francesas de los siglos XVI y XVII) ha tenido la virtualidad de abrir el paso a la reflexión acerca de la infancia, no como un hecho natural, sino como una realidad socialmente construida. Según Ariès, la sociedad antigua no podía representarse bien al niño, y menos aún al adolescente, el ser humano pasaba de bebé a hombre y la socialización no estaba ni garantizada ni controlada por la familia, sino que el aprendizaje se producía por la convivencia de los niños con los adultos.

Sin embargo, ya desde finales del siglo XVII se produce una modificación de las costumbres y surge un nuevo espacio para el niño y la familia en las sociedades industriales: la escuela sustituye al aprendizaje como espacio para la educación y la familia se convierte en un lugar de afecto necesario. Estos cambios están en buena medida influenciados por la obra moralizante de reformadores católicos o protestantes, por los jueces o por los estados. El resultado es que los niños importan y se otorga un gran interés a su educación, de cuyo éxito depende el avance de las sociedades modernas. El descubrimiento  de  la  infancia,  como  espacio  vital  dotado  de  especiales atributos, vendría a ser así un producto más de la modernidad.

Para  algunos  autores  (Prout,  2005;  Verhellen,1993;  Therborn,  1993)  lo sucedido a lo largo de los siglos XIX y XX no es sino una continuación del curso de acontecimientos descritos por Ariès, en el sentido de estar marcado por una fuerte separación entre el mundo infantil y el mundo adulto. Las principales estrategias adoptadas para conseguir tal separación, en el ámbito de los países occidentales, consiste en retirar a los niños del trabajo y de la calle, y establecer la escuela y la familia como los lugares apropiados para los niños. A partir de ahí la vida de los niños se desarrolla y se estudia principalmente en estos ámbitos privados, y los niños se ven separados progresivamente de la vida pública. De alguna manera se produjo un intercambio: mayor protección por menor libertad de los niños.

En los citados países occidentales, y casi al mismo tiempo (en torno al cambio del siglo XIX al XX) aparecen leyes de protección (que significan control) y leyes de escolarización (que significan socialización). A través de estas leyes e instituciones específicas las personas menores de edad quedan separadas del mundo  social  e  incluidas  al  mismo  tiempo  en  un  mundo  propio,  en  una moratoria donde tienen que esperar, aprender y prepararse para la “vida real” ya que todo lo serio de la vida se sitúa para ellos en el futuro.

Evolución histórica de los derechos de los niños
Las normas legales pueden ser consideradas como indicadores de los valores dominantes en una sociedad y en un momento histórico determinado. En lo que se refiere a las personas menores de edad, el tenor y el contenido de las leyes que regulan, sea las obligaciones de protección hacia ellas o sea el disfrute de derechos individuales por su parte, señalan tanto el carácter de las relaciones entre niños y adultos, como el lugar que se les adscribe a los primeros en la sociedad.

En el ámbito de la protección suele señalarse cómo las primeras medidas legales frente a la crueldad y negligencia de los adultos hacia los niños tuvieron lugar después de que aparecieran las primeras medidas contra el tratamiento cruel de los animales, de las que aquellas toman ejemplo. La protección de los menores de edad que trabajaban empleados en la industria fabril desde principios del siglo XIX fue también objeto de regulación tempranamente (en Inglaterra a partir de 1802) si bien su aplicación y cumplimiento tardó más en madurar.

Goran Therborn (op. cit.), autor de uno de los pocos ensayos que existen sobre derechos de los niños en una perspectiva comparada, distingue dos etapas en el desarrollo de las medidas legales que afectan a las personas menores de edad  durante  los  dos  últimos  siglos,  cuyos  rasgos  característicos  son resumidos por él mismo en dos palabras, a saber, constitución y emancipación.

La constitución del concepto moderno de menor definió lo que es la minoría de edad y lo que son los menores, y lo hizo principalmente a través de las leyes que establecían la escolarización de los niños y niñas comprendidos entre determinados tramos de edad, así como las que limitaban el empleo y los tipos de trabajos que los menores podían o no podían realizar, graduados asimismo de acuerdo con su edad. Otras normas significativas para la definición del estatus de “menor” fueron las referidas a las responsabilidades penales, o a la protección frente a situaciones de abuso, violencia o maltrato.

Lo que Therborn denomina proceso de emancipación legal de los menores se refiere principalmente a la consolidación del niño o niña como ser individual en el seno de la familia. Por un lado, la legislación protectora de finales del siglo XIX suponía el establecimiento de ciertas obligaciones de los padres o tutores hacia los menores. De otra parte, la educación pública de carácter universal significaba un tratamiento de los menores como individuos, involucrados en una relación directa con el estado en esta área en concreto. Ambas cosas conducen a pensar que había ya en esa época un reconocimiento implícito de los menores como individuos, que también tienen derechos, referidos no sólo a la vida, sino también a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.

Este proceso de emancipación legal de los menores se produjo en tres fases en el ámbito de los distintos países analizados por Therborn (los que de modo convencional se denominan “occidentales”). Así, desde el final de la I Guerra Mundial se fueron promulgando leyes que suponen, en primer lugar, la sustitución de la jerarquía paterna por una unión consensuada de padres e hijos, centrada en estos últimos. En segundo término, la igualdad de los hijos ante la ley, independientemente del estatus marital de sus padres. Por último aparece un conjunto de derechos que legitiman la autonomía e integridad personal del menor, tanto dentro como fuera del contexto familiar, pero siempre relacionado con éste.

El análisis de Therborn se detiene ahí, en la emancipación relativa de los menores respecto a la primitiva estructura jerárquica patriarcal vigente en la familia, sin embargo, nos deja también algunas sugerencias que recogeremos en este texto para argumentar la existencia de un hilo conductor que señala la continuidad de un proceso de reconocimiento de las personas menores de edad como seres humanos plenos. Valga en este sentido el siguiente párrafo que se puede leer en el texto que venimos comentando:
El desarrollo de los derechos de los menores puede ser analizado como parte de un vasto proceso cultural de modernización a raíz del cual consiguieron afirmarse ciertos principios de individualismo igualitario y del igualitarismo individualista. (op. cit.: 115).

Del mismo modo que estos principios sirvieron a la causa de la emancipación de las mujeres, pueden considerarse elementos básicos para reflexionar sobre la autonomía y la libertad de pensamiento y de acción que hoy consideramos que se encuentra limitada en el caso de las personas que hemos definido como “menores”.

Los derechos de los niños, niñas y adolescentes en una perspectiva mundial
La Convención sobre los Derechos del Niño (CDN), adoptada por las Naciones Unidas en noviembre de 1989, y refrendada por todas los países del mundo excepto por dos1, constituye en este momento el paradigma de la concepción del papel y el lugar de las personas menores de edad que habitan en la Tierra. La Convención se inscribe en el proceso de desarrollo de los Derechos Humanos, formulados en la Declaración Universal de 1948, y se entiende como una  forma  de  concreción  de  estos  derechos  en  el  caso  de  un  grupo  de población   considerado   especialmente   vulnerable   y   merecedor   de   una protección especial. La Convención vino precedida de otros documentos internacionales de carácter consensual, y se vio impulsada por la iniciativa de algunos gobiernos y especialmente por los movimientos en defensa de los derechos de los niños. Merece la pena girar siquiera una breve mirada al recorrido histórico que siguieron las iniciativas de unos y otros a lo largo del siglo XX.

El antecedente más remoto de la Convención es la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño, aprobada por la Sociedad de Naciones en 1924, respondiendo a una iniciativa impulsada por Eglantyne Jebb, presidenta de la fundación británica Save the Children y fundadora de la Save the Children International Union, primera asociación internacional que reunía a diferentes organizaciones de ayuda a la infancia de ámbito nacional con el objeto de llevar a cabo en común una presión a favor de la infancia.

El carácter pionero de esta Declaración, que por primera vez proponía una atención especial a las necesidades sociales y económicas de los niños, no es óbice para señalar que estaba orientada por una visión benéfica y protectora, que no daba espacio a la autonomía de los niños ni se refería a derechos de los menores en sí, sino a obligaciones que los adultos tendrían respecto a ellos.

Terminada la II Guerra Mundial, los movimientos a favor de los derechos de los niños retoman la iniciativa, tratando de que Naciones Unidas ratifique la Declaración de Ginebra, cosa que se produce en 1948, el mismo año de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El debate acerca de si ya esta última Declaración servía también para los niños, o si continuaba siendo necesaria un acuerdo específico, duró otros once años, hasta que el 20 de noviembre de 1959 se aprobó una Declaración ampliada sobre los Derechos del Niño.

En el tercer Considerando del preámbulo de esta segunda Declaración se expresa  que  el  niño,  por  su  falta  de  madurez  física  y  mental,  necesita protección y cuidado especiales, y de forma congruente con esta premisa, los diez principios que componen la Declaración se orientan principalmente a detallar los ámbitos y contenidos de esta protección, que afectarán a las oportunidades y servicios necesarios para que pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente, a disfrutar de los beneficios de la seguridad social, a recibir educación, que deberá ser gratuita y obligatoria al menos en las etapas elementales, o a ser protegido contra toda forma de abandono, entre otros principios. También se declara que no deberá permitirse al niño trabajar “antes de una edad mínima adecuada” (que no se especifica) y se consagra como principio rector “el interés superior del niño”, el cual siempre arrastra el problema de que son los distintos adultos que gobiernan la vida de los niños quienes interpretan cuál es en cada caso este “interés superior”, lo que da lugar con frecuencia a diferencia de criterios que en ocasiones llegan a ser graves, redundando en perjuicio real para los niños, quienes, en esta Declaración carecen de cualquier tipo de autonomía o protagonismo, apareciendo como meros receptores de la protección que les es debida por parte de la sociedad adulta.

Transcurridos casi otros veinte años, en 1978, el Gobierno de Polonia propuso aprobar nuevamente la Declaración de los Derechos del Niño de 1959, pero esta vez como acuerdo vinculante. Sin embargo, algunos países occidentales exigían una revisión más a fondo de un texto que consideraban que se había quedado obsoleto, y que en ciertos aspectos no era compatible con los demás acuerdos adoptados sobre los Derechos Humanos, por lo que podría causar una disminución en los estándares internacionales alcanzados en esta materia. Ante este tipo de resistencias, el gobierno polaco presentó al año siguiente un borrador nuevo y ampliado, que se convirtió en documento de base para los debates que, a partir de entonces, se iniciaron.

Puesto que la Convención sobre los Derechos del Niño tuvo que esperar a ser aprobada hasta noviembre de 1989, es posible imaginar el complejo proceso de negociación y consenso, artículo a artículo, que tuvo que desplegarse, con el fin de que el nuevo documento obtuviera el beneplácito de todos los países del mundo y de que estos se comprometieran a ratificarlo así como a incorporar sus mandatos en la propia legislación interna. Además de los gobiernos de los estados-parte en la Convención, en su proceso de elaboración tuvieron un papel muy importante algunas organizaciones especiales de Naciones Unidas (como la UNICEF o la OIT) así como las organizaciones no gubernamentales dedicadas a la defensa de los derechos de los niños, que llegaron a constituir un grupo ad-hoc para este fin.

El documento que finalmente fue aprobado por la Asamblea de las Naciones Unidas representa, para algunos La síntesis más acabada de un nuevo paradigma para interpretar y enfrentar la realidad de la infancia (Pilotti, 2000). La virtud más notable de la Convención reside en la expresa y reiterada atribución de derechos a los niños por sí, a los niños como personas. Junto a ello es destacable que sean los “estados parte” de la Convención los que reconocen estos derechos y adquieren el compromiso de velar por su cumplimiento, y asimismo que se establezca, en la propia Convención, un sistema continuado para el seguimiento de los avances que se van logrando en los distintos países respecto a la protección de aquellos derechos y a la promoción del bienestar de los niños. Del lado de los defectos, los más señalados derivan de una concepción adultocéntrica de las relaciones niño- sociedad, y de una visión basada en la cultura occidental dominante, latentes ambas cosas en el texto de la Convención.

De una parte, la retórica de la Convención expresa un orden generacional deseado, y así, los niños tendrán acceso a los recursos, según se establezca; los derechos de protección, que no tocan las relaciones de poder entre adultos y niños, son los más desarrollados, mientras que los auténticos derechos de participación, que desafiarían la jerarquía de poder entre generaciones, tienen un alcance limitado y un desarrollo escaso (Agathonos, H., 1993). La visión de los niños como seres dependientes y de la infancia como etapa de preparación para la vida adulta queda reflejada y reforzada en la Convención. Esto conduce a contradicciones que desafían los principales impulsos innovadores que la misma propone. Por ejemplo, el artículo 2, que se dirige a evitar cualquier forma de discriminación “entre niños”, nada dice de la discriminación con respecto a los derechos de los adultos. Por otra parte, todo el texto enfoca al niño individual, asumiendo la perspectiva evolutiva a través de múltiples referencias a la madurez y capacidad del niño como argumento para limitar su capacidad de actuar, principalmente en la arena pública, rebajando así el reconocimiento de sus derechos civiles. Pero quizá lo más importante en este plano sea la relación asimétrica, respecto a los adultos, que la Convención consolida: los niños son sujetos de derechos, pero no responsables de obligaciones, quedan así excluidos de las relaciones de intercambio que rigen, en el nivel normativo, para los adultos (Gaitán, L., 1999).

En el aspecto cultural, y a pesar de la referencia expresa al respeto a los niños que pertenezcan a minorías étnicas, religiosas, lingüísticas o indígenas (art.
30), prevalecen en el texto de la Convención los paradigmas y categorías del modelo de desarrollo occidental dominante en todo el mundo. Como señala Recknagel:

Conceptos monoculturales y etnocéntricos acerca de los derechos obstruyen la mirada hacia las particularidades de las culturas y comunidades (2002:19).

Los derechos de participación en la Convención sobre los Derechos del Niño
El grupo de derechos relativos a la participación de los niños en la sociedad, siendo escuchados, especialmente en los temas que les afectan, constituye una auténtica novedad en relación a las Declaraciones de Derechos anteriores. Es también el que provoca mayores resistencias, cuya causa puede rastrearse al menos en dos circunstancias: la inveterada desconfianza adulta sobre la competencia de los niños y de las niñas, y la mayor presión social ejercida con respecto a la protección de los mismos, fundamentada en su mayor vulnerabilidad. Mientras participación significa confianza y empoderamiento de las personas menores de edad, protección significa control y segregación de las mismas a mundos particularmente preservados de riesgos.

Los  artículos  de  la  Convención  que   hacen  referencia  a  derechos  de participación se formulan rodeados de cautelas. De este modo, se reconoce el derecho a la libertad de expresión, de pensamiento y de conciencia (con la guía de los padres), el derecho a ser escuchado en todo procedimiento legal o administrativo que le afecte (pero no puede reclamar sus derechos jurídicos o administrativos si no es por mediación de sus padres o representantes), a la libertad de asociación y de celebrar reuniones pacíficas (aunque nada se menciona respecto al desarrollo de actividades políticas, de elegir a sus representantes o de ser elegido). El trabajo, que es también una forma de participación en la vida social, no está reconocido para los niños desde el lado de libertades, sino que se contempla desde el de la protección.

Manfred Liebel (2007) propone que en la historia de los derechos de la infancia es posible distinguir dos corrientes principales: la que pone énfasis en la protección y posteriormente también en la garantía de condiciones de vida dignas para los niños y las niñas, y la que apunta a una igualdad de derechos con las personas adultas así como a una participación activa de los niños en la sociedad. Aunque la postura dominante en la Convención parece asemejarse más a la primera de estas corrientes, la influencia de la segunda no puede decirse que esté del todo ausente en aquélla. Hay que tener en cuenta que los movimientos sociales y las transformaciones que se produjeron en el mundo en los años 70 y 80, cuando se comenzó y se procedió a elaborar la Convención, afectaban al pensamiento de la época, fuera éste de carácter liberal, conservador o progresista. Y también que la Convención, para ser aprobada y aceptada por todas las naciones representadas en la ONU, necesitó hallar soluciones intermedias de compromiso entre unas tendencias y otras.

En lo que se refiere a los movimientos que se manifestaron a favor de la “liberación del niño” a lo largo del siglo XX, Liebel (op. cit.) aporta algunos datos poco conocidos, que merece la pena mencionar, siquiera muy brevemente, ya que la corriente más protectora ha quedado ya expuesta. La primera cita de este autor se refiere a la asociación “Educación libre para los niños” que se creó durante la Revolución rusa, influida por el movimiento juvenil de Europa occidental así como por diversas corrientes de pedagogía reformista. Esta asociación presentó, en 1918, una “Declaración de los Derechos del Niño”, conocida como “Declaración de Moscú” que defiende la idea de fortalecer la posición de los niños y niñas en la sociedad y lograr condiciones de igualdad de derechos entre estos y los adultos. Esta Declaración, en su punto 8, manifiesta en concreto lo siguiente:

A cualquier edad, el niño tiene las mismas libertades y los mismos derechos que las personas adultas y mayores de edad. Y si es que uno u otro derecho no pudiera ser puesto en práctica, será única y exclusivamente por el hecho de que el niño todavía no tiene fuerzas físicas y mentales necesarias para ello. Desde el momento en que llega a tener esas fuerzas, la edad no podrá ser obstáculo para el uso de estos derechos. (Liebel, op. cit.:15).

El borrador de esta Declaración no logró la aprobación en la Conferencia de Moscú, ante la que fue presentado, por lo que queda solamente como un testimonio histórico que refleja el contenido de un pensamiento que no logró imponerse. La segunda cita a la que se refiere Liebel puede resultar algo más conocida, puesto que se refiere al pediatra y pedagogo polaco Janusz Korczak, director de un orfanato judío en el gueto de Varsovia, quien acabó sus días en el mismo campo de exterminio en el que lo hicieron los niños a los que él atendía.  Comenta  Liebel  que,  en  su  primera  obra  pedagógica  importante (Cómo amar a un niño) Korczak proclama una “Magna Carta Libertatis” para los niños, en la que se proponen tres derechos fundamentales para ellos, a saber: el derecho del niño a su muerte, el derecho del niño al día de hoy y el derecho del niño a ser como es. La dureza del primero de los derechos formulados queda matizada en las explicaciones del propio Korczak, al aclarar que se refiere  al  derecho  a  la  autonomía  y  a  la  auto-vivencia,  que  en  muchas ocasiones quedan coartadas por la sobreprotección de los padres.

Las ideas liberalizadoras no fueron retomadas, en el ámbito de los movimientos en defensa de los derechos de los niños, hasta mediados de los años 70. Siguiendo de nuevo el relato de Liebel, esto sucedería con el Movimiento por la Liberación de los Niños (Children Liberation Movement – CLM), uno de cuyos mentores explica que se inspira en el movimiento norteamericano por los derechos civiles. En esta línea, se entendería que los niños y niñas serían la “última  minoría”  cuya  emancipación  está  pendiente,  después  de  que,  en Estados Unidos, las mujeres, así como diferentes minorías étnicas exigieran y consiguieran   la   igualdad   de   derechos.   Los   derechos   que   desde   este movimiento se exigen para las personas menores de edad deberían garantizar que no fueran tratados ya más como un grupo especial, “sino como una parte reconocida e integrada en una sociedad que se entiende democrática” (Liebel, op.cit.:18).

En la misma época, en algunos países de Europa surgieron movimientos similares al CLM, aunque aquí el debate mayoritario se centraba en la necesidad de que los adultos tomaran en consideración los intereses de los niños y en reclamar un cambio de actitud en las relaciones con ellos.

Una cosa muy distinta fueron los movimientos por la liberalización de los niños que se formaron en los países del Sur. En América Latina, el primer movimiento nació en 1976 en Perú. Se trata del Movimiento de Adolescentes y Niños y Niñas Trabajadores Hijos de Obreros Cristianos (MANTHOC) que continúa funcionando actualmente, acumulando treinta años de historia como movimiento infantil, apoyado por adultos. Los miembros integrados en este movimiento se consideran a sí mismos como sujetos sociales competentes, que conocen mejor que nadie su situación y que tienen aptitudes suficientes para defender sus intereses y sus derechos. Es por ello que reclaman ser reconocidos como ciudadanos, con los mismos derechos que las personas adultas, incluido el de participar en las decisiones políticas que a ellos, igual que a los mayores, les afectan. Un poco más tarde, a principios de los años 80, se formó el Movimiento Nacional do Meninhos e Meninhas da Rua. Posteriormente,  surgieron  procesos  similares  en  otros  países  de  América Latina, y desde mediados de los 90 también en África y Asia2.

Cabe llamar la atención acerca de que, a diferencia de los movimientos a favor de los derechos de los niños, se inclinen estos por su liberación, o no, que venimos  comentando,  los  movimientos  del  Sur  no  están  constituidos  por adultos que abogan por los niños, sino que son los propios niños, niñas y adolescentes quienes buscan ser escuchados en la defensa de sus derechos individuales como personas, pero no sólo esto, sino que también desean ser tomados en cuenta como actores políticos, que tienen algo que aportar y que decir respecto a las grandes decisiones que acaban condicionando sus vidas y las  de  las  personas  de  su  entorno  o  país.  No  es  corriente  que  estos movimientos reclamen directamente el derecho al voto, su aspiración es más amplia, se orienta hacia una auténtica democracia participativa, en la que el papel de los ciudadanos no se limite a expresar sus preferencias por uno u otro partido político cada cierto tiempo, sino que cubra la posibilidad de influir en el ámbito de las decisiones cotidianas, y la de adelantarse a sugerir soluciones para los problemas sentidos por la gente. En esto se asemejan, por cierto, a la pléyade de movimientos a través de los cuales se articula la ciudadanía en el siglo XXI.

Infancia y ciudadanía
En su conocido ensayo sobre la condición de ciudadanía, Marshall (Marshall y Bottomore 1992) considera que ésta se compone de tres elementos: el civil (derechos necesarios para la libertad individual) el político (derecho a participar en el ejercicio del poder político, como elector o elegible) y el social (derecho a disfrutar de seguridad y bienestar en el marco de los estándares de una sociedad dada). Marshall señala que, por razones históricas, los derechos fueron reconocidos en el siguiente orden: primero los civiles, luego los políticos y por fin los sociales, y antes para los hombres que para las mujeres los dos primeros. En el ámbito de la infancia, si se considera que las primeras legislaciones  se  produjeron  en  materia  laboral,  y  que  no  es  hasta  la Convención cuando el tipo de derechos referidos a la persona se consolidan y los que atañen a su participación en la vida social aparecen, se podría decir que hay una inversión en el orden histórico del reconocimiento de sus derechos de ciudadanía: primero los sociales, después los civiles y pendientes aún los políticos (Gaitán, 2006).

El niño queda definido así, implícitamente, como sujeto no-político (Pilotti, op. cit.). Es más, se tiene la idea de que los niños deben ser protegidos de la actividad política adulta, ya que podrían ser manipulados y adoctrinados para servir a fines ajenos a sus intereses. La experiencia de la movilización de los niños y los jóvenes en la Alemania nazi sirvió como argumento, en su tiempo, para justificar la necesidad de proteger a los niños, también, de la participación política.

Sin embargo, desde la fecha del ensayo de Marshall (1950) hasta ahora, la noción de ciudadanía se ha ido transformando, y aún en el presente el debate en torno al significado de la misma en un mundo crecientemente globalizado está revestido de la mayor actualidad. El estatuto de ciudadano confiere a la persona un conjunto de titularidades y espacios de participación, que no se limitan al voto, por más que éste sea la expresión básica de la voluntad política de cada una en una sociedad democrática.

En este sentido, los artículos de la Convención sobre los Derechos del Niño referidos a la participación abren espacio suficiente para la inclusión progresiva de las personas menores de edad en la agenda y en el debate públicos, no tanto representados por los adultos, sino expresándose con su propia voz. Y todo ello pese a los límites y cautelas que la propia Convención señala, en los mismos artículos, y a renglón seguido de los derechos que se proclaman. 
Baste reproducir en este sentido el primer punto de los artículos 13 y 15 de la Convención:

Art. 13.1. El niño tendrá derecho a la libertad de expresión, ese derecho incluirá la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de todo tipo, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o impresas, en forma artística o por cualquier otro medio elegido por el niño.

Art. 15.1. Los Estados Partes reconocen los derechos del niño a la libertad de asociación y a la libertad de celebrar reuniones pacíficas.

Hasta el momento, la forma de poner en práctica estos mandatos de la Convención la cual, al estar ratificada por los países entra a formar parte de su bloque de legalidad respectivo, ha sido tímida, se produce en general merced a iniciativas particulares llevadas a cabo principalmente en el ámbito municipal y no de una manera generalizada dentro de éste. En muchas ocasiones consiste en acontecimientos esporádicos en los que la presencia de niños y niñas está destinada a acompañar la imagen de una determinada persona o institución política, que pone en escena algún simulacro de participación infantil. En líneas generales, estas experiencias se presentan como un “aprendizaje de ciudadanía” para aquellos que, en un futuro, ya-serán, ciudadanos, recalcando así que hoy aun-no lo son.

Sin embargo, habría razones fundadas para garantizar el estatus de ciudadanía a los niños, razones que para Ben-Arieh y Boyer (2005) son de dos tipos: que los niños son como los adultos (en cuanto que ambos son seres humanos) y que los niños son diferentes de los adultos (por ser los miembros más débiles de la sociedad) por lo que se les debe garantizar la ciudadanía como medio de superar su debilidad y de garantizar sus derechos.

Si la ciudadanía activa puede ser entendida como un proceso de aprendizaje, antes que como un conjunto cerrado de derechos y deberes definidos de una vez y para siempre, esto es cierto tanto para los menores como para los adultos, en un contexto de condiciones sociales cambiantes. En este sentido puede afirmarse que, actualmente, niños y adultos son “pares” en cuanto que ambos tienen que aprender a dotar de significado a su ciudadanía activa (Jans,
2004).

El debate en torno al voto de las personas de menor edad
Puede decirse que es un debate antiguo, puesto que ya a principios del siglo XX en algunos países se llegó a proponer la ampliación del derecho al voto a todos los ciudadanos desde su nacimiento, pero también que no es un debate que haya ocupado el primer plano de las preocupaciones de los ciudadanos en general,  ni  tampoco  la  primera  página  de  cualquier  agenda  política.  No obstante, sea en sus versiones más radicales, sea en las de rango reformista, que pretenden una ampliación “gradual” de los derechos otorgados a los niños y niñas, no ha dejado de estar presente en algunos círculos, y existe en la actualidad un buen número de movimientos en todo el mundo que lo apoyan activamente.

Austria ha sido el primer país europeo que ha aprobado la rebaja de la edad del voto a los 16 años en las elecciones nacionales. En el cantón de Berna en Suiza, en algunos estados federales de Alemania, y asimismo en Inglaterra, se están llevando a cabo iniciativas parlamentarias en este sentido. También en Estados Unidos el tema ha sido objeto de debate reciente en al menos diez estados. Recientemente, en España, las Juventudes Socialistas han puesto en marcha una propuesta similar. Estos son solamente algunos ejemplos de una corriente que parece soplar animadamente en distintos entornos y lugares.

Si se observan los razonamientos de quienes se inclinan por ampliar los derechos de representación política a los más jóvenes, y también los de sus detractores, es posible distinguir tres posiciones al respecto: a) la del mantenimiento del statu quo, b) la de la rebaja de la edad a la que puede ejercerse el voto, y c) la que está por la eliminación de cualquier discriminación entre seres humanos basada en un criterio de edad. Veamos a continuación los argumentos en los que se apoya cada una de estas posturas.

La concepción del derecho al voto como una prerrogativa de las personas mayores de edad parece ser la que predomina en la opinión general, al menos en el ámbito de la sociedad española. Un reciente estudio del CIS (Álvarez,
2006) lo muestra sin lugar a dudas. En este estudio sobre las actitudes y opiniones de los españoles ante la infancia y la adolescencia, se preguntó a los encuestados acerca de los comportamientos y responsabilidades que podrían o deberían asumir las personas menores de edad, sea en el ámbito privado, familiar, o en el ámbito de lo público. Pues bien, los resultados de este estudio señalan que la posibilidad de votar en unas elecciones es la segunda que los encuestados consideran que los menores de edad no podrían realizar nunca, ya que un 77,4% de ellos se manifiestan en este sentido.

Cabe preguntarse cuál es la primera cosa que los españoles piensan que los menores no podrían hacer nunca, y aquí salta la sorpresa, porque esta no es otra  que  la  capacidad  de  contraer  matrimonio,  la  cual,  en  efecto  está establecida por ley en los 18 años, aunque esta regla contiene excepciones y así una persona puede contraer matrimonio civil desde los 14 años, siempre que cuente con una dispensa judicial si se trata de matrimonio civil, y sin dispensa, en el caso de matrimonio canónico, desde los 14 años para la mujer y 16 para el hombre. Este dato no deja de ser sino una muestra de la inconsistencia con la que suele valorarse la capacidad de actuar de las personas menores de edad, que cuenta con muchos otros ejemplos. Pero también señala (junto con otros de los resultados del estudio de referencia que no procede comentar aquí) cómo, en el caso de los menores de edad, la opinión general es más restrictiva que los criterios jurídicos, que se inclinan en nuestro país, como en la mayoría de los de nuestro entorno, por no señalar tajantemente  la  frontera  entre  la  minoría  y  la  mayoría  de  edad,  sino  ir graduando el acceso a los derechos, de acuerdo con la madurez que se estima necesaria para ejercerlos (Marina, 2005).

La opinión de la mayoría social responde a un esquema de lo que podríamos llamar “naturalización de la infancia”: la infancia “es lo que es”, un tiempo de espera dedicado al aprendizaje, en el que la persona va “madurando” (como las frutas) hasta alcanzar la edad adulta, lo cual significa: llegado a su mayor grado  de  perfección  (diccionario  de  la  RAE).  Ni  desde  el  conocimiento científico, ni desde la experiencia cotidiana, se sostiene hoy en día que el ser humano resulta un producto acabado a una determinada edad, antes bien, se admite que el aprendizaje, la construcción de la propia identidad y la remodelación de la persona dura toda la vida. Sin embargo se continúa manteniendo esta ficción para justificar las limitaciones impuestas al desenvolvimiento autónomo de niños, niñas y adolescentes.

Los razonamientos, en lo que se refiere a la posibilidad de votar en concreto, vienen detrás de esta primera concepción “naturalista”, y conducen inevitablemente a la idea de “competencia” de los menores. La competencia es básicamente un concepto normativo, que se mide en relación a algo, con una idea de competencia que es básicamente adultista. Así, aun cuando los adultos pueden volverse incompetentes en algunos momentos de su vida, o son de hecho incompetentes en diversos aspectos, su competencia se considera potencialmente presente (Verhellen, op. cit.). Sin embargo los niños tienen que demostrar su competencia, mejor dicho, pueden ser demostrados como competentes  por  los  adultos  en  algunos  casos.  Es  aquí  cuando  entra  en acción, con toda su fuerza, la psicología evolutiva, que antes que como teoría explicativa suele actuar como predictora de conductas.

De manera concordante con esta noción de incompetencia de las personas menores de edad aparecen los razonamientos que aluden a su falta de madurez, de formación e información política, de preparación para asumir responsabilidades, o bien a su vulnerabilidad, que conduce a que sean muy manipulables. Cualquiera de estas faltas de aptitud podría también atribuirse a muchos adultos, pero nunca esto representa una justificación para limitar sus derechos, y desde luego no los políticos, en sus dos dimensiones principales: elegir y ser elegido como representante de los intereses colectivos.

Los argumentos a favor de una ampliación de los derechos políticos a los menores presentan algunos puntos en común, pero difieren en otros, que apuntan  a  la  filosofía  que  subyace  en  cada  uno  de  ellos,  a  saber,  una aceptación de la inferioridad de los menores respecto a los mayores de edad compatible con una mayor confianza en la capacidad de los primeros, por un lado, o bien una defensa de los principios de justicia e igualdad de derechos para todos los seres humanos, por otro. En consecuencia, las soluciones alternativas que proponen para salvar la distancia que separa a niños y adultos en  el  campo  de  la  representación  política  se  inclinan  bien  por  un  acceso gradual  de  los  primeros  a  este  campo,  bien  por  la  eliminación  de  toda diferencia.

Entre las argumentaciones  comunes  a  ambas  posturas,  la  más  importante estimamos que es la referida a la necesidad de que los intereses de los niños estén debidamente representados en la agenda política. Aunque se admita que quienes votan lo hagan pensando no sólo en sí mismos, sino también en el interés general y en el de grupos minoritarios de la sociedad, se piensa que el peso demográfico de los mayores en unas sociedades crecientemente envejecidas,  siempre  inclinará  la  balanza  a  favor  de  estos  últimos,  que ocuparán el primer lugar en la escala de prioridades de cualquier gobierno. Ampliar la edad del voto podría ser, de este modo, tanto un factor de “rejuvenecimiento” de un cuerpo electoral cada vez más envejecido (Santamaría, 2005) como un “enfoque prometedor para reducir la pobreza infantil y aumentar la equidad intergeneracional” (Hinrichs, 2002).

El argumento de que la sociedad en general subestima la capacidad de los niños para tomar decisiones racionales y conscientes también es relativamente común, así como el de la necesidad de avanzar hacia la universalización de los derechos humanos y la ampliación de la condición de ciudadanía.

A partir de ahí, quienes son favorables a una rebaja de la edad para votar consideran que esta capacidad se adquiere actualmente a edades cada vez más  tempranas, merced  al  acceso  a  múltiples  fuentes  de  información  que proporcionan especialmente las nuevas tecnologías. Por otro lado, sobre todo a partir de los 16 años, los menores tienen ya algunas de las responsabilidades y algunos de los derechos de los adultos (por ejemplo, pueden trabajar y en consecuencia pagar impuestos), por lo que sería congruente que también accedieran a otros. El adelanto de la edad del voto podría contribuir a reforzar el sentimiento cívico de los jóvenes, estimular su interés por la política o aumentar su participación en los procesos de toma de decisiones (Santamaría, op. cit.). Desde el punto de vista educativo, la extensión del derecho al voto a partir de los 16 años sería un instrumento eficaz para educar socialmente a los adolescentes. La participación de este grupo en los procesos electorales redundaría también en beneficio de la sociedad entera, al poder contar con unos ciudadanos jóvenes, interesados por los asuntos públicos, responsables y participativos (Marina, op. cit.).

La orientación adultocéntrica continúa presente en esta tendencia, que sigue apoyándose  en  el  concepto  de  maduración  evolutiva,  así  como  en  la concepción de la participación como proceso educativo. Antes que tratar de convertir al niño en ciudadano pleno, no deja de ser una propuesta formulada desde el interés adulto (contar con mejores y más formados ciudadanos), cosa que pretende conseguir sacando del limbo de la infancia a una pequeña franja de población, que reconquista para sí nombrándola no ya como compuesta por niños, niñas o adolescentes, sino por “jóvenes”. Las reservas, y la tentación de introducir procedimientos particulares para los nuevos votantes no dejan de estar presentes también en estas propuestas de avance.3

Llegamos por fin a la propuesta considerada más radical en esta materia, que se resume en la siguiente frase: “Derecho al voto para niños, sin límites de edad”. Sus argumentos principales giran en torno a las ideas de democracia y de igualdad. La exclusión de una parte de la población de la posibilidad de elegir a los encargados de tomar decisiones que afectan a todos sin excepción supondría que existe un déficit democrático en esa sociedad. Democracia significa que todos deben tener la posibilidad de estar representados, y desde el momento en que la población se divida entre los que tienen derecho al voto y los que aún no lo tienen, los representantes políticos que resulten elegidos lo serán de un electorado, no de toda la población.

El principio de igualdad significaría que los derechos fundamentales serían los mismos para todos los seres humanos, independientemente de cualquier clase de cualidades o atributos que pudieran adscribirse a cada uno. Aceptar la diferencia como razón para la desigualdad significaría un fracaso de la voluntad política de realizar la esencia de una igual ciudadanía.

Desde esta postura se responde a los argumentos convencionales que encuentran razonable la restricción del derecho al voto a los menores diciendo, por un lado, que votar no tiene que ver con la madurez, porque no hay ninguna instancia que pueda valorar la calidad de los juicios de alguien, excepto el propio  ser  humano  con  su  conciencia  individual,  sus  valores,  miedos  y simpatías personales, es por eso que en democracia no cuenta la calidad sino el número de votos. Votar es elegir a quien cada cual piensa que representa mejor sus intereses, y nadie puede estar mejor informado de su situación que uno mismo, y esto cuenta también para niños y adolescentes.

Con  respecto al argumento  de  que  los  niños,  en  función  de  su  diferencia respecto a los adultos, también están excluidos de muchas de las obligaciones que afectan a estos últimos, se señala que los derechos se tienen, sin necesidad de haber hecho méritos para merecerlos y que, además, los niños también tienen obligaciones con la sociedad: “trabajar duro sin salario (también llamado obligación escolar) a partir de los 6 años, sufrir los castigos de los padres, cumplir todas las leyes, aunque jamás podrán decidir si están o no de acuerdo con ellas” (Kratza, 2007).

El desinterés de los niños hacia la política se explica porque es algo que conocen que tienen vedado. Pero los niños quieren ser tomados en serio y quieren tener responsabilidades. En todo caso, la posibilidad de votar sería un 3 En el párrafo final de su informe para el Alcalde de Sevilla respecto a la posibilidad de extender el sufragio activo en las elecciones municipales a los ciudadanos entre 16 y 18 años Marina (2005) propone lo siguiente:
“Para dar seriedad y fomentar la responsabilidad al acto de votar, recomendamos que los jóvenes de 16 y 17 años que quieran votar, deban inscribirse en algún registro de votantes. Esto evitaría una decisión improvisada y una valoración del derecho al voto” (el subrayado es nuestro, y también la siguiente pregunta ¿a qué adulto se pide que inscriba en un registro su voluntad de ir a votar?) derecho no una obligación. Y si al final los niños no quisieran ir a votar ¿qué necesidad habría entonces de negarles el derecho de hacerlo o no hacerlo?

Mientras que los defensores de la rebaja de la edad de votar hasta los 16 (o en algunos casos hasta los 14 años) apoyan sus razonamientos en la posibilidad de demostrar que las personas a esa edad ya son capaces de formarse juicios razonables, es decir, en las cualidades individuales de las personas, los que apoyan la eliminación de  cualquier  límite  de edad  para  el  ejercicio  de  los derechos parecen apoyarse más en la dimensión de la persona como “sujeto social”, que actúa e interactúa con otros.

En cualquier caso, toda discusión con respecto a la capacidad de hacer de modo autónomo de los niños acaba chocando con la evidencia de que el ser humano necesita, a partir de su nacimiento, de un buen periodo de desarrollo físico y mental, en el que es dependiente de otros seres humanos para su supervivencia. En este punto, los defensores del derecho al voto sin restricciones de edad se  dividen  entre  los  que  vienen  a  decir  “ya  votarán cuando quieran” y los que consideran que igual que los padres actúan en su nombre en muchos otros aspectos de la vida, también podrían hacerlo en este. Esta última sería para algunos una solución menos mala, mientras que para otros sería retornar a un sistema de votación plural que se abolió ya todos los sistemas democráticos modernos (Hinrichs, op. cit.).

Conclusión
Más tarde o más temprano, el debate en torno a la edad del voto y a la extensión de los derechos de ciudadanía a quienes de hecho son ciudadanos (en cuanto que son habitantes del mismo mundo) aunque rija para ellos una moratoria en el disfrute pleno de sus derechos como seres humanos, llegará también a este país. Lo más probable es que se opte por soluciones graduales, tanto en lo que se refiere a la edad, como en lo que hace a los ámbitos en los que ejercer el voto. Pero en este caso no habrá que olvidar que el que una franja de los menores de 18 años pueda votar no significará ya que todos los niños estarán representados políticamente, sino solo que tendrá posibilidad de estarlo el grupo de los situados en esa franja.

Por otro lado, el derecho al voto no agota los derechos de participación de niños, niñas y adolescentes, cuyo déficit se extiende hoy en día al ámbito de las decisiones familiares, educativas, culturales o de planeamiento urbano, todas las cuales tienen la posibilidad de afectarles en un marco temporal mayor que a los adultos, cuyas decisiones son las que cuentan.

Por último cabe recordar que la lucha de los seres humanos por la igualdad y la justicia no reconoce límite de edades, antes bien requiere la suma de esfuerzos por parte de todos ellos.


1  Estados Unidos y Somalia.
2 Véase: Liebel, M., Overwien, B., Recknagel, A. (2001) y Liebel, M. (2000) “La otra infancia”. Ifejant. Lima.


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