Por qué, si no voy a volver al cole, tengo que seguir trabajando.
Por qué puedo viajar a ver a sus primos y no puedo ver a sus compañeros.
Y yo no quiero contestarle que en realidad lo que pienso es que nadie ha contado con los niños. Ellos no lo entienden y, la verdad, yo tampoco.
EN ESTA INCERTEZA que flotamos todos hoy me pesa la decepción de los niños por no volver al cole este curso.
Nos corresponde a los padres y madres explicarles
.- que es por su bien, por el de todos.
.- que la decisión tomada hace semanas obedece a criterios sanitarios, de seguridad,
.- que no tiene que ver con la presión de grupos sociales como los sindicatos de educación o la proximidad de unas elecciones autonómicas.
.- que es mejor no abrir los coles aunque llevemos semanas abriendo todo tipo de establecimientos a los que sí pueden ir, como centros comerciales o bares.
.- que ni siquiera podrán despedirse de sus maestros o compañeros y cerrar el curso —algo que recomiendan pedagogos y psicólogos—.
Durante la pandemia se ha puesto sobre la mesa el derecho de unos a trabajar y a conciliar, y el de los profesores a educar, y no ser guardadores de niños,
y mientras nos hemos vuelto a olvidar de los ellos y ellas. De su derecho a ser escuchados.
.- de su derecho a la escuela, a sentirse acompañados por su clase en un momento tan extraordinario como este, arropados por sus profesores.
.- de su derecho a volver a ese lugar donde no sólo se imparten conocimientos, sino que se ponen los cimientos para construir sociedades de futuro.
.- de su derecho a tener una escuela más humanizada, que se preocupa de cómo se sienten, de formar personas y no sólo de impartir contenidos.
Han demostrado ser los más pacientes y responsables. Soportando las clases de mamá o papá que a veces no tienen tiempo porque teletrabajan, ni paciencia, ni conocimientos para hacerlo bien. Nos han enviado esperanza desde las ventanas. Han aguantado el encierro tanto si les ha tocado hacerlo en una casa con finca como en un apartamento de 60 metros sin balcón. Han aprendido a hacer pan y a besar con los codos. A vivir confinados, sin posibilidad de subirse a los árboles, de correr por el parque o sentir el vértigo del tobogán... Hasta han cantado Resistiré y aplaudido a las ocho una y mil veces y se han sorprendido con la naturaleza en su encuentro. Han aparcado sus extraescolares y realizado fajos de fichas insufribles en la era de la tecnología. Y todo esto sin los abrazos de los suyos. En muchos casos sin contacto con sus maestras y maestros, porque Educación les obliga a enviar deberes y a entregar interminables memorias o programaciones, pero no a acompañarles en este trance, ni siquiera cuando sabemos que la parte emocional (esa a la que ahora se agarran para no bajar la ratio por aula) es la que más hay que proteger durante una pandemia, porque lo que no hayan aprendido se podrá recuperar en unos meses, pero las secuelas emocionales las veremos después.
Jamás haría nada que pusiera en riesgo la vida de mis hijos. No tengo claro que sea bueno volver a la normalidad aunque sea nueva. Pero el caso es que, si quisiera, mañana podría ir a un restaurante a comer con ellos, a un centro comercial de compras. A misa, al súper, de terrazas, con mascarilla y respetando la distancia, sí, pero no pueden ir al cole, a su espacio, al lugar que les hace fuertes, seguros, iguales. Ni siquiera unas horas a la semana, ni por grupos reducidos, ni siquiera sin patio, ni los que dejan el cole y se van al instituto, los que no van a volver. Se van sin cerrar el ciclo. Sin decir adiós. Ellos no lo entienden y, la verdad, yo tampoco.