No sé si tenía diez u once años; pero no más. No sé si pasaron un
par de días o una semana entre una cosa y la otra; pero no más.
Descubrir la masturbación y mi atracción por los hombres fue como el
curso de un río, que va de un punto a otro de manera natural y
sosegada. Y sin marcha atrás.
Por supuesto que entonces no pensaba en cómo sería mi vida en el
futuro a partir de aquello. No fue traumático, ni me generó zozobra.
Pasó y punto. Y me ayudó a entender algunas reacciones físicas que
llevaba teniendo desde hacía un tiempo.
Recuerdo ver una película en que en un college inglés
castigaban a dos niños y les azotaban en las nalgas desnudas delante de
todos sus compañeros. Ver esas nalgas me produjo una reacción de
miedo y satisfacción a la vez; recuerdo los cabellos erizados, el
estómago encogido y mi excitación. Y una cierta vergüenza que
entonces no entendía.
Descubrí el placer que uno puede darse a sí mismo con una maniobra
tan sencilla. Y que en ese proceso lo que me venía a la cabeza eran
imágenes de chicos. No sabía qué nombre tenía aquello. Pero intuí
que era mejor mantenerlo para mí mismo. Y más o menos así viví los
siguientes ocho o nueve años de mi vida: el final de mi infancia, mi
adolescencia y mi primera juventud. Pienso en las cosas que a la gente
nos pasan en esos años. Y todas las vives solo; o incluso no las vives.
Mi relación con la sexualidad fue durante mucho tiempo poco más que
una relación íntima con mi placer. Con las imágenes mentales de
compañeros, de actores, de fotos de futbolistas recortadas de los
periódicos. No puedo decir que ni en la España o la Alcalá de aquella
época hubiera un lenguaje perverso hacia lo que yo era. Por supuesto
que escuchabas expresiones. Pero sobre todo lo que había era un gran
vacío. No tenía muy claro en mi soledad si habría muchos o pocos como
yo. ¿Los había que lo vivían con normalidad? ¿Era eso posible? Porque
a mí en ese momento no me lo parecía. Sí, probablemente yo no fuera el
único. Pero, ¿gente normal, de barrios normales, de colegios normales?
¿Los habría en mi clase? ¿Tendrían mis padres amigos con hijos como
yo? Esto último era algo que me preocupaba mucho;quizás porque
pensaba que eso reduciría su sensación dederrota, de fracaso, si algún día se llegaban a enterar.
No tenía muy claro en mi soledad si habría muchos o pocos como yo ¿Los había que lo vivían con normalidad? ¿Era eso posible?.
En aquellos finales de los 80 y principios de los 90 las referencias
en cine, tele, periódicos, radio, eran esporádicas y no siempre muy
constructivas; no digo que fueran malas, pero nunca tenía la sensación
de que a mí me sirvieran de mucho. Recuerdo cuando era niño que El País regalaba por entregas El libro de la sexualidad
de la doctora Ochoa. En la página final de cada entrega venía una
especie de trivial sobre sexualidad; cada domingo, disimuladamente,
buscaba con ansiedad que pusiera algo sobre gente como yo. Era de las
pocas cosas de calidad que estaban al alcance de uno en esa época. E
incluso aquello te ponía tan nervioso que, cuando llegó el capítulo
sobre diversidad sexual, no fui capaz de leerlo por miedo.
Si el tema aparecía en una película o serie recuerdo la emoción, y
el pavor que me producía. Te debatías entre las ganas inmensas de
verlo y disfrutar, o huir. Estómago encogido, piel de gallina, miedo
sin saber muy bien por qué. Y vergüenza; mirabas a la tele sin desviar
la vista, para que no se cruzara con la de nadie de los que te
rodeaban, porque pensabas que si alguien te miraba en ese momento a los
ojos sería capaz de leer tu mente y adivinarlo.
Digo adivinarlo porque afortunadamente (y aunque ahora esto me
avergüence, entonces me parecía una suerte) crecí como un chico recio
y de voz sólida. Nada de pluma. Es verdad que odiaba el fútbol y los videojuegos; pero tampoco me dedicaba a jugar con muñecas.
Eran las cosas de equipo las que no me gustaban, y prefería la
soledad. No es que viviera aislado y no tuviera amigos, pero pronto
empecé a construir una peculiar relación con el mundo exterior. Sería
fácil para mi atribuir todo esto a lo que la sociedad me hacía. Pero
algunas de mis particularidades las atribuyo a mi personalidad; y no
culpo a nadie por ello.
La etapa final de la infancia fue fácil, porque me di cuenta de que
yo tenía una sexualidad precoz pero muchos de mis compañeros ni
siquiera habían desarrollado la suya. La primera adolescencia tampoco
resultó especialmente complicada. Tus amigos, compañeros y compañeras
empezaban a vivir y expresar su sexualidad, pero ahora era a ti al que
le convenía hacerse el tonto, como si no estuvieras todavía en eso.
Pero el tiempo pasa, y la sexualidad ya no es algo que puedas vivir
exclusivamente en el placer contigo mismo. Empieza a ser algo social. Y
empieza a ser un nudo en el estómago cada vez con más frecuencia.
Ahora sí, empiezas a pensar en eso que con diez u once años ni te
planteaste: ¿qué vas a hacer con todo este mogollón?
A mí, vivir como algo natural ante los demás que me gustaban los
chicos me parecía fuera de mi alcance. Quizás otros pudieran hacerlo,
pero yo, en una ciudad del cinturón industrial de Madrid, no. Así que
empecé a pensar en que una cosa iba a ser cómo lo viviría hacia
dentro y otra cómo viviría en sociedad.
Con 14 años me parecía lo más normal pensar que algún día, por
un proceso que yo desconocía –pero que por lo que veía en los demás
se acababa produciendo con la misma naturalidad con que actúa la fuerza
de la gravedad–, yo estaría con una chica. Y sería como el resto de
mis amigos. Sólo tendría tener un poco de paciencia y disimular hasta
que llegara ese día.
Con 14 años me parecía lo más normal pensar que algún día, por un proceso que desconocía, yo estaría con una chica.
Eso suponía utilizar a otra persona para construir tu imagen ante
los demás; pero entonces yo no me paraba a pensarlo. La verdad es que
soy condescendiente conmigo mismo porque creo que con lo que suponía
para un chavalillo que todo esto recayera sobre sus hombros –todos esos
miedos, todas esas dudas, toda esa ansiedad, toda esa responsabilidad–
es normal un egoísmo autoprotector.
Supongo que para quienes nunca han pasado por algo así, es difícil
entender la cantidad de planos en que tu cabeza tiene que trabajar: no
sólo tienes las grandes cuestiones sobre tu vida y tu futuro; tienes
que estar alerta a cada minuto. Que no te traicione una mirada
inapropiada demasiado larga a un compañero. Que no te traicione decir
una frase demasiado ambigua o sincera. Que no te traicione esa foto que
has recortado de una revista o un periódico y que guardas en tu cajón.
Sólo esto último merece todo un libro: las cosas que haces para
esconder ese articulito que has leído en el periódico y que para ti es
un tesoro de emociones y de información sobre lo que eres. Y esconder
esa foto del futbolista, ese anuncio que has recortado de la revista del
domingo porque aparece un modelo atractivo.
Una tarde, un amigo vino a casa a hacer un trabajo del colegio. Se
puso a curiosear entre mis cosas y abrió una cajita en la que tenía
guardados mil abalorios. Entre ellos había una foto pequeñita de Rick
Astley que había recortado de una revista, con su cara de adolescente
rebelde. No sé por qué le llamó la atención justo la foto –con el
tiempo he entendido que probablemente le llamó la atención por el
mismo motivo que a mí–. Cuando la cogió me entró terror. No era un
nudo en la garganta ¡era una emergencia total, al nivel del escape
nuclear en Chernóbil! ¡Mi amigo con la foto de Rick Astley en sus manos y
preguntándome por qué tenía aquello guardado!
Ahora me río; y a quien lea esto le parecerá una trivialidad. Pero
qué injusto que toda la protección de un adolescente aterrorizado
dependa de su capacidad para gestionar su vida de esa manera. En la
absoluta soledad, sin nadie que le dé apoyo, cariño, consuelo o guía.
Viendo mi vida ahora me parece increíble que pasara por todo eso y
triunfara; es como si en realidad estuviera recordando la vida de otra
persona mucho más fuerte y valiente que yo. Y joder, sólo me consuela
–quizás equivocadamente– pensar que ningún chico o chica en este país
tenga que vivirlo así hoy en día.
Mientras escribo todo esto suena en mi cabeza una banda sonora de
otra época. Me siento como en esas películas y series que recrean los
80, una mezcla entre Los Goonies y Spielberg. Internet no
existía y acceder a todo el universo de información que eso supone –y
además en la intimidad de la habitación de un adolescente– era
impensable.
Los políticos (en masculino además) no te dedicaban palabras
salvajes en aquella España que ya tenía color; pero tampoco esperabas
de tu presidente del Gobierno que dijera que se sentía orgulloso de ti.
El Orgullo Gay era una fotonoticia en el periódico del día
siguiente, en que te enseñaban a un pequeño grupo de activistas
estrambóticos manifestándose y hablando del SIDA. ¡El SIDA! Por si no
tuvieras suficiente con tenerte miedo a ti mismo, tenías que tener
miedo a una enfermedad que entonces parecía terrible –en realidad es
que no era una enfermedad, era la muerte–.
Mi adolescencia seguía avanzando a toda velocidad hacia el epicentro
de todos los problemas en que puedes pensar a esa edad: sexo, sexo...
sexo. Todo lo que te rodea parece ser un cóctel de hormonas. Tus amigos
ya no salen en pandilla, empiezan a mezclarse con chicas, a tontear. A
ir de botellón o de bares. La vida social se complica y tú empiezas a
estar muy asustado y desbordado.
Yo era un adolescente gordo. No me considero un chico feo, pero la
verdad es que la obesidad es ese gran tabú social que te hace invisible
ante las hormonas de los demás. Y sin embargo a mí aquello me pareció
una bendición que todavía hoy agradezco. Nadie parecía verme a mi
alrededor como digno de ser considerado atractivo. Y eso supone que te
dejen en paz, que es lo que tu más quieres en esos momentos. No tienes
que justificarte sobre por qué no te interesa tal o cuál compañera
que “está por ti”, porque nadie está por ti.
Toda la supervivencia de aquellos años dependía de una poderosa coraza que construías sobre tu afectividad.
La literatura y los estudios fueron cada vez más un refugio seguro.
No era un ser raro y asocial, y probablemente mi entorno me veía como
un adolescente sólo interesado en leer cosas de Historia, en visitar
castillos y museos, y sacar buenas notas para llegar a algo en la vida.
Que además era simpático y se preocupaba por los pobres del tercer
mundo, y que de vez en cuando la liaba con la dirección del centro
porque le daba por emprender una recogida de firmas contra algo o
alguien.
Esa combinación de indiferencia de los demás hacia mí, como objeto
de atracción física, y de que pensaran que el sexo me debía resultar
algo poco interesante entre tanta literatura y tanta causa justa me
salvó la vida. Al menos lo que cuando eres adolescente piensas que es la vida.
Creo que pasado el periodo más estúpido de esa edad, mis
compañeros y compañeras sentían por mi cariño y respeto. Nunca fui
acosado, porque además seguía teniendo un físico y una voz
contundentes. Había un chico en otro curso que me parecía
increíblemente atractivo –rubio, con un rostro dulce, que vestía con
tanta personalidad que parecía que se ponía al mundo por montera–;
pero que difícilmente podía disimular su amaneramiento. No es que mi
instituto fuera especialmente cruel, pero el chico sufrió por aquello.
Era objeto de burlas, de chistes, de comentarios y probablemente de
alguna agresión. En cierto modo yo sentía admiración porque él fuera
ante los demás lo que yo escondía; pero también sentía un miedo
atroz a pasar por algo parecido.
Los padres de ese chico tenían un restaurante pequeñito en el que a
veces iba a comer con mi familia. Como era fin de semana, él ayudaba.
Recuerdo la emoción por lo mucho que me atraía, y cómo verle allí
haciendo la coreografía con platos y bandejas me parecía lo más. Y
recuerdo los chistes a media voz sobre él, porque perdía aceite o
chorradas por el estilo.
En las pocas ocasiones en que alguien hizo una mínima insinuación no ya sobre mi sexualidad sino sobre lo macho
que uno era, lo atajé sin miramientos. Siento una repulsión enorme
hacia la violencia. Pero uno no se imagina la fuerza que es capaz de
sacar cuando busca sobrevivir en esa selva. Recuerdo un día, en
bachillerato, en que tres compañeros –que para mí reunían todo lo que
odiaba de los demás adolescentes– empezaron a martirizarme disparando
bolitas de papel. Nos habían dejado sin ningún profesor en el aula. Y
recuerdo cómo en un momento dado no fue la rabia sino el sentido común
el que me llevó a levantarme y poner fin a aquello, partiéndole una
regla en la cabeza a uno de ellos. Me hice respetar. Problema
solucionado.
Otras situaciones eran más difíciles de solventar. Mis amigos del
pueblo son gente por la que a día de hoy sigo sintiendo una gratitud
que no se imaginan, por la forma tan sana en que creo que vivieron su
adolescencia –y con ello la mía también–. Un verano decidieron por mí
que había una chica, de otro grupo próximo al nuestro, con la que yo
tenía que intentar algo. Probablemente no sea una situación tan
difícil de gestionar. Pero cuando ni tienes experiencia ni otro
mecanismo más que cerrarte como un puto bicho bola, estas cosas se
acaban convirtiendo en algo realmente horroroso para ti.
Una noche, conspiraron para que esa chica y yo nos quedáramos a
solas, pero bajo su cercana vigilancia. Y ahí me veías, junto a una
persona contra la que no tenía nada, pero con la que tampoco quería
tener nada. Sin saber qué decir. Asustado y con unas ganas enormes de
llorar y salir corriendo hasta donde los pulmones me dejaran. No creo
que nadie de quienes vivieron aquel momento lo recuerde. No creo que yo
lo olvide nunca y piense en él sin un cierto nudo en el estómago.
Pero, paradojas de la vida, en la medida en que mis compañeros y
compañeras crecían y maduraban, nuestros vínculos se estrechaban. Y
eso era un problema. Tus relaciones se hacen más humanas, más
sinceras. Y no sólo tu necesidad de vivir tu propia sexualidad se hace
increíblemente intensa, sino que los demás sienten hacia ti una mayor
inclinación por conocerte. El bachillerato llega a su fin, y en un
centro en el que estudiábamos un puñadito de personas, que habíamos
crecido juntos desde la más tierna infancia, se produce un apego en ese
momento de la vida que es hermoso. Gente con la que te has peleado
durante años, estrecha sus lazos contigo.
Era experto en sobrevivir, pero me había perdido todas esas
experiencias maravillosas de tontear, del primer amor, de compartir con
tus amigos y amigas esa parte de ti.
Entonces yo era un estudiante modélico y no era raro que mis
compañeros y compañeras pidieran mi ayuda. Empiezas a mirarles con
respeto y cariño y con unas ganas enormes de poder ser tú de verdad con
ellos; aunque sepas perfectamente que no puedes serlo. Quizás algunas
personas en tu entorno han madurado lo suficiente como para no tener
miedo a expresar sus opiniones de apoyo a gente como tú. Pero el vacío
que se abre ante ti es enorme. El vacío literal por un tema del que no
se habla o se habla poco; y el vacío simbólico del abismo que
presientes.
Recuerdo un día volviendo a casa desde clase con un grupo de compañeros. El tema
salió; como salía entonces; como una referencia fugaz. Y uno de mis
amigos –no, uno de mis amigos, no... ¡el primer chico del que
probablemente me enamoré en mi vida!– se atrevió a decir con total
rotundidad que él no tendría ningún problema si alguno le dijera que
le gustaban los tíos. Que no iba a dejar de ser su amigo. No sé si las
cosas ahora siguen siendo así, pero puedo asegurar que era algo que uno
escuchaba en muy contadas ocasiones en esa época. Lo terrible es que
incluso en esos momentos de felicidad tienes que estar en guardia,
porque no puedes mostrar más alegría de la debida al escucharlo. Es
importante mostrar tanta indiferencia como puedas. Aunque para dentro tu
estómago se encoge, tu boca se seca, la sangre se sube a tus mejillas y
tú buscas como loco la manera de salir de esa situación,porque te
sientes como un cervatillo en peligro.
Toda la supervivencia de aquellos años dependía de una poderosa
coraza que construías sobre tu afectividad. Pero lo que tienen las
corazas es que, para ser efectivas, son muy poco flexibles y acaban
amarrando a quien las viste. Y eso es otra de las cosas que te pasan.
Que aquello que es lo más importante de tu vida, es lo más ausente en
tu relación con los demás. Yo podía abrazar cualquier causa que
pensara que era justa. Menos esta. Hubiera ido a cualquier
manifestación que me hubieran propuesto. Excepto a una por mis más
íntimos derechos. Hubiera levantado la voz –y lo hice muchas veces–
ante cualquier frase racista de mis compañeros. Pero jamás me hubiera
atrevido a hacer ni la más leve defensa de quienes eran como yo. Porque
el miedo puede con todo. Y miedo es lo único de lo que en ese momento
estás sobrado.
Tenía una sed enorme por la vida, por viajar, por experimentar y
conocer personas de todo tipo. Pero nada me aterraba más que pensar en
conocer a alguien como yo. Un día, ya en COU, el año anterior a la
universidad, los que estudiábamos literatura fuimos al teatro. Cuando
estábamos entrando a la sala, justo delante de nosotros había un chico
algo más mayor que yo y que a mí me pareció un ángel: alto, con un
maravilloso pelo rizado y negro azabache. De repente uno de mis
compañeros comentó por lo bajo que ese chico llevaba un pendiente no
sé en cuál de las dos orejas y que eso significaba que era gay y era
un lenguaje que los gais usaban entre ellos. Yo no sé si ese chico era
gay o no, y si lo que dijo mi compañero tenía el más mínimo sentido.
Pero aquello me abrió todo un mundo,porque de repente vi a alguien
que podía ser como yo en mi misma ciudad y que se relacionaba con sus
amigos con normalidad. No pude quitarme aquello de la cabeza durante
toda la obra, y aún a día de hoy me viene el recuerdo del perfil con
que grabé su rostro.
Uno de los motivos por los que ya entonces renuncié al alcohol era
por el miedo a perder el control sobre mí mismo. Sabía que no me podía
permitir el lujo de irme de la lengua o, peor aún, intentar algo con
algún chico. Mi pequeño entorno de esa época me daba estabilidad,
pero a cambio ofrecía pocos estímulos prometedores (con el tiempo he
descubierto que estaba muy equivocado, pero eso es otra historia). Ni
hubo héroes o heroínas en mi círculo social que dieran el paso que yo
no me atreví a dar, ni nadie nunca se aproximó a mí con ninguna
pretensión sexual ni nada por el estilo.
El tiempo pasaba y a tiro de piedra aparecía el final de esa etapa
tan importante de la vida, llámalo adolescencia o llámalo
bachillerato. Y cuando por fin acabé e hice el examen de acceso a la
universidad, había conseguido superar esa dura prueba de supervivencia
que había durado años. Pero a cambio, emocionalmente seguía casi en
ese mismo punto que aquella noche de cuando tenía diez u once años en
que había descubierto la masturbación: kilómetro cero.
Era experto en sobrevivir, pero me había perdido todas esas
experiencias maravillosas de tontear, del primer amor, de compartir con
tus amigos y amigas esa parte de ti. No sabes lo que es un beso o una
caricia. Ni siquiera sabes cómo suena en tu voz decir palabras que
todos los demás pronuncian con naturalidad: guapo, me gustas, te
quiero, qué bueno está tal chico, cómo me pone no sé quién. Ni
siquiera le has dicho nunca a otra persona lo que eres. La sexualidad
para tus amigos consiste en enrollarse con alguien. Para ti es un
tratado filosófico al que le llevas dando vueltas desde antes de que
supieras lo que era la filosofía.
Con 18 años recién cumplidos tenía por delante la etapa de la
universidad. Es un momento muy emocionante de la vida, lleno de sueños y
en el que todo parece a tu alcance, todo parece posible en ese último
verano antes de tu nueva vida. Pero tú tienes la misma pregunta que
desde hace años: ¿qué vas a hacer con este mogollón?
Tus amigos han crecido, alguno es incluso gente madura y de mente
abierta. El país ha cambiado y el vacío en este tema es un poco menos.
Algunos partidos hablan abiertamente de derechos que te permitan vivir
con normalidad lo que eres. E incluso con suerte has podido ver parejas
de gente como tú en alguna visita a Madrid.
tienes vértigo, porque sabes que es cuestión de tiempo que tengas que dar el salto al vacío.
Y de repente tienes más miedo que nunca. Precisamente porque sabes
que lo que hace no tanto era impensable es ahora posible. Que, de hecho,
es lo único razonable. Que es lo que debes hacer si quieres vivir, lo
que se dice vivir de verdad. Por eso tienes vértigo, porque sabes que
es cuestión de tiempo que tengas que dar el salto al vacío.
Descubres que en esto no hay fuerza de la gravedad que valga, que
tienes que dar los pasos porque nadie los va a dar por ti. Que
simplemente por ir a la universidad las cosas no cambian si tú no das
los pasos. Que en esa primera escapada fugaz que haces a Chueca
descubres que nada va a pasar si tú no das el paso. Es aterrador, porque
de repente descubres que eres libre. Y que ser libre consiste en tomar
decisiones y dar pasos.
En esa ansiedad estuve meses. Y un buen día de mayo de 1997, cuando
estaba acabando mi primer curso en la universidad, todo lo que había
vivido desde que tenía diez u once años saltó por los aires. No sé
qué lo provocó, pero la presión que sentía por dentro debía ser
enorme para imponerse al miedo.
Era el último fin de semana antes de los exámenes finales. Era
viernes por la noche, estaba con mis amigos en algún bar de Alcalá y
vi que ya no podía aguantar seguir viviendo así. Me acuerdo como si
fuera ayer de pasar por la plaza de Cervantes, volviendo yo ya sólo de
madrugada a casa y pensar “mañana es el día”.
No dormí nada. Había quedado con el amigo que consideraba la
persona más próxima a mí y que mejor me podría escuchar. Di muchas
vueltas. Empezaba una frase y la dejaba a medias cambiando de tema,
nervioso como nunca en mi vida. Recuerdo que caminábamos por un sendero
junto al río y que era casi mediodía. Le mareé. Pero al final fui
capaz y lo dije. Dije con 19 años lo que sabía sin duda alguna desde
que era un niño, mucho, mucho tiempo atrás: soy gay; No sé cómo voy a
hacerlo, pero quiero vivirlo y ser feliz. Y necesito que los demás me
ayudéis.
Ojalá haya un día en que nadie tenga que pasar por algo así de
artificial en que se agolpan miedo, nervios y emociones contenidas
durante años. Pero para los que hemos tenido que hacerlo, sabemos que
es uno de los momentos que marcan tu vida y que guardas para siempre,
como otros guardan su boda. Es muy emocionante, con lo bueno y malo que
supone. Rompes desde dentro esa coraza sólida y confortable que te ha
protegido durante años. El sol llega a tu piel, pero te sientes tan
vulnerable y desvalido como un pollito.
Ese día puse fin a años de disimulo y tramas y metí el acelerador.
En unos meses mi vida cambió y de repente disfruté de la sinceridad
que llevaba años negándome. Decidí aprovechar al máximo el tiempo
perdido y compartir mi sexualidad, mis emociones, mis deseos. Y luchar
como había luchado por tantas causas, pero esta vez por la más mía de
todas.
No fueron meses fáciles; para ti no es fácil saber qué hacer y
cómo hacerlo. Y para quienes te rodean no es fácil saber cómo
ayudarte. No es fácil vivir sin el caparazón que te ha protegido tanto
tiempo. Y porque la sexualidad humana nunca es fácil, sea cual sea, y
menos si encima casi no tienes experiencia. Te ves con 20 años pasando
por lo que el resto de la gente pasó con 15.
Echando la vista atrás te sorprendes por lo mal equipado que estabas
para pasar por todo aquello. Es difícil pensar que todo ese miedo y
esa falta de experiencias no dejen secuelas. Yo tengo una familia que me
quiere y que llegado el momento me ha apoyado en todo. Pero he visto a
muchas personas que no han tenido tanta suerte y sufrieron mucho más
que yo en todo este camino.
Hace unos días leí el texto de un chico sirio contando cómo vivió
él todo el proceso que yo describo aquí. Tiene más o menos mi misma
edad. A lo mejor otras personas ven todo lo que separa nuestras
experiencias. Pero a mí lo que me queda de su historia es todo lo que
nos une. Es maravilloso descubrir todo lo que se comparte cuando te has
sentido tan solo.
¿Por qué cuento todo esto ahora? La mayoría de quienes hicieron el
bachillerato conmigo son personas decentes que seguro que sienten
aprecio por mí. Con muchos he compartido momentos con el paso de los
años; con algunos incluso sigo compartiendo amistad. Ninguno sería
capaz de hacerme sufrir o excluirme de su vida por lo que soy y siento.
Incluso aquellos tres chicos que me martirizaron tantos días han sido
con el tiempo muy cariñosos conmigo. Sé que me aprecian y admiran mi
trabajo. Es increíble ahora pensar en ellos como fuente de la más
horrorosa ansiedad de un pobre chico. Y sin embargo fue así.
Nada de todo aquello puede cambiar. Pero a mí me da mucho optimismo
que quienes crecieron conmigo hayan acabado estando de mi lado. Ojalá
se lo pudiera contar a aquel chiquillo de 10 años. No puedo. Pero
también ahora hay chicos y chicas asustados con 10 años a los que se
lo podemos decir: no tengas miedo. No hay nada malo en lo que sientes.
Todo va a salir bien. Sé feliz.
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*El autor es Álvaro Zamarreño, periodista en Cadena SER Radio.