no sólo representaría
una mala noticia para el desarrollo y la protección de los menores,
sino
también un claro indicador del deterioro institucional del país.
La realidad nos enseña algo bien distinto:
los datos sobre violencia infantil indican que el coco de los niños suele estar en casa.
¿qué impide a una sociedad erradicar un fenómeno
que es moralmente inaceptable y que lastra su capital humano futuro?.
Uno de los motivos es la consideración de la infancia
como una etapa transitoria sin derechos plenos.
Otro de los factores que explica la incapacidad de una sociedad para proteger a su infancia
es la persistencia de una concepción patrimonialista del menor....
Sandra León, directora del
Alto Comisionado para la lucha
contra la pobreza infantil
Eduardo Estrada |
En los cuentos infantiles se infunde miedo a los niños con seres
desconocidos que llegan para asustarlos o llevárselos, como el coco o el
hombre del saco. Estos personajes del folclore infantil reflejan bien
la idea de protección en la que se socializan los niños: una concepción
de la seguridad que se basa en la desconfianza hacia los desconocidos,
en protegerse frente a los extraños.
Sin embargo, la realidad nos enseña
algo bien distinto: los datos sobre violencia infantil indican que el
coco de los niños suele estar en casa. Según la Fundación ANAR, en la
mayoría de casos de violencia registrados a través de su teléfono de
ayuda el agresor pertenece al entorno familiar.
Quien se aproxime al problema de la violencia contra la infancia en
España quedará impactado por su magnitud y el alcance de sus
consecuencias. El Consejo de Europa estima que uno de cada cinco menores
—especialmente las niñas— es víctima de violencia sexual. Sin embargo,
las denuncias en España sólo representan el 4% de los casos totales,
según cálculos de la Fundación Educo. Además, en los últimos años han
aumentado los casos de violencia familiar y de acoso escolar. Es posible
que una parte de este incremento se deba a una mejora de los mecanismos
de denuncia. Pero los casos que llegan al sistema representan la punta
del iceberg de un fenómeno soterrado cuya magnitud real es difícil de
conocer, debido tanto a la heterogeneidad en los registros como a las
dificultades para detectar los casos.
Las consecuencias de la violencia infantil son devastadoras. Las
víctimas padecen sus efectos durante la vida adulta porque la violencia
compromete su desarrollo: lastra su educación y afecta negativamente a
su salud mental y física. La prevención es la principal medida para
combatirla. Y la detección temprana es fundamental para minimizar sus
secuelas. El problema es que en muchos casos la denuncia nunca llega.
Los menores que sufren una agresión sexual tienen problemas para
reconocerse como víctimas, bien por su corta edad, porque en muchos
casos están afectados por algún tipo de discapacidad intelectual, o por
el propio trauma que causa la violencia. Además, el hecho de que en la
mayoría de casos la violencia sexual sea intrafamiliar dificulta la
denuncia e impide que el sistema pueda actuar.
Las víctimas padecen sus efectos durante la vida adulta porque la violencia compromete su desarrollo.
Teniendo en cuenta la magnitud y efectos de la violencia contra la
infancia ¿qué impide a una sociedad erradicar un fenómeno que es
moralmente inaceptable y que lastra su capital humano futuro?
Uno de los
motivos es la consideración de la infancia como una etapa transitoria
sin derechos plenos. Los menores son percibidos como adultos en
proyecto, como mini-personas con derechos incompletos. Esta concepción
social del menor ilustra la brecha existente en muchos países entre la
norma social y la norma legal, pues la regulación internacional sobre
infancia establece muy claramente que la protección de los niños frente a
toda forma de violencia es un derecho fundamental.
Otro de los factores que explica la incapacidad de una sociedad para
proteger a su infancia es la persistencia de una concepción
patrimonialista del menor. Para ilustrarla sirve la anécdota que cuenta
en sus charlas Jorge Cardona, uno de los miembros del Comité de los
Derechos del Niño de Naciones Unidas, quien se vio obligado a abandonar
un centro comercial tras intentar impedir que una madre pegase a su
hijo. Que se amoneste a quien denuncia el maltrato y no a quien lo
ejecuta evidencia bien la creencia de que los niños pertenecen a sus
progenitores y que las relaciones dentro de la familia conciernen a una
esfera privada en la que nadie debe inmiscuirse. Esta cuestión fue
objeto de debate en España hace más de una década durante la discusión
de la llamada “ley del cachete”, que planteaba eliminar la cobertura
legal del uso “moderado” del castigo corporal. Aunque la aprobación de
la ley contribuyó a reforzar la idea de que la protección de la
integridad física de los menores es también una responsabilidad de los
poderes públicos, todavía existe margen para mejorar la jurisprudencia
existente sobre el maltrato infantil y la sensibilización de la sociedad
acerca del mismo.
Combatir la violencia contra la infancia no es fácil. Se necesita una
acción contundente de los poderes públicos que sea capaz de contener su
tendencia a reproducirse, pues los niños que sufren violencia son más
propensos a convertirse en su vida adulta en responsables de infligirla.
Sin embargo, como cualquier otra política que esté destinada a combatir
los factores que lastran el desarrollo de la infancia, la lucha contra
la violencia infantil representa una inversión con un amplio retorno
social. No sólo compensa la pérdida de productividad y de ingresos que
se deriva de su impacto negativo sobre el progreso profesional y
personal del individuo. También contribuye a reducir los costes de
atender a un grupo de la población que muestra peores niveles de salud
mental y física y mayores niveles de criminalidad. Se estima, por
ejemplo, que la violencia sexual supone un coste de 979 millones de
euros para las arcas públicas.
Todavía existe margen para mejorar la jurisprudencia española existente sobre el maltrato infantil.
Proteger a la infancia de la violencia o el maltrato —y de la
pobreza, la discriminación o la exclusión de cualquier forma de
participación social que otorgue mayores oportunidades vitales—
contribuye a preservar el futuro capital humano, económico y social de
un país y también su dignidad como sociedad. Aunque en España se han
dado pasos importantes para equiparar nuestro ordenamiento jurídico a la
regulación internacional en materia de protección del menor, la
infancia no se concibe como un bien público. Se dice a menudo que la
protección de los menores es responsabilidad de todos. Pero la infancia
no necesita tanto simpatizantes de su causa, como alguien que se apropie
de ella. Sin prioridad en la agenda política, ni estructura
institucional que facilite una actuación integral para impulsar su
desarrollo, la infancia de todos acaba siendo la infancia de nadie, y la
efectividad de las políticas se pierde en un mar de intervenciones
sectoriales no siempre coordinadas.
Esta realidad puede transformarse si se culminan algunas de las
iniciativas legislativas que se han puesto en marcha recientemente.
Todos los grupos parlamentarios ratificaron hace unos días una
proposición no de ley para un Pacto de Estado por la Infancia. Y en el
último Consejo de Ministros de 2018 se aprobó el anteproyecto de ley
integral para erradicar la violencia contra la infancia, dando respuesta
a las repetidas exigencias de las entidades del tercer sector y del
Comité de los Derechos del Niño, quienes llevan tiempo requiriendo a los
poderes públicos una ley integral que garantice una mejor protección
del menor en todo el territorio.
En todo lo relativo a la infancia debería prevalecer una colaboración
sostenida en el tiempo entre actores políticos, administraciones
públicas y el tercer sector. Un consenso resistente a los ciclos
políticos y ajeno a la confrontación que caracteriza el debate
ideológico en otros ámbitos. Por eso, el fracaso de las actuales
iniciativas legislativas en materia de infancia no sólo representaría
una mala noticia para el desarrollo y la protección de los menores, sino
también un claro indicador del deterioro institucional del país.
Sandra León
es directora del Alto Comisionado para la lucha contra la pobreza infantil.