Matilda es un famosísimo libro de Roald Dahl sobre una niña superdotada y lectora precocísima (ha leído a Dickens y a Shakespeare a los cinco años, y a Kant a los seis) que crece en una familia de gañanes que intentan alejarla de los asquerosos libros. Para ello, la llevan a una escuela terrible dirigida por la monstruosa señora Trunchbull, donde Matilda sufrirá las mil y una perrerías que sufren los protagonistas de los libros de Dahl antes de vengarse a lo grande de quienes los tiranizan. Se puede ver en Madrid ahora en formato musical, en la versión española de la adaptación que hizo la Royal Shakespeare Company, que recomiendo con el corazón en la mano a cualquier padre que desee regalar a sus hijos dos horas largas de felicidad.
Es fácil para un niño lector y listo identificarse con Matilda, y el éxito de la novela se entiende por la maestría del autor para narrar la infancia como un país hostil, solitario y cruel mediante los recursos de la hipérbole, la fantasía y el humor propios de los cuentos infantiles clásicos. Los niños se identifican con los niños perdidos que viven a la contra del mundo porque todos los niños viven perdidos de un modo u otro: las infancias felices son fantasías de adultos que se engañan a sí mismos. El éxito de Harry Potter, personaje que debe bastante a Matilda, se explica también en esos términos. Y porque son muy divertidos y cuentan historias emocionantes, qué carajo, no todo va a ser psicoanálisis.
Por eso, toda la gracia encantadora de Matilda se disuelve en un charco marrón cuando un adulto intenta explicarse con ella, y llega hasta el ridículo y traspasa las fronteras de la vergüenza ajena cuando quiere sostener con ello una ética y una postura política. Me explico: el otro día, al volver del musical de Matilda en el Nuevo Teatro Alcalá, con las manos rotas de aplaudir, un amigo me pasó un podcast del periodista Quique Peinado donde entrevistaba a Antonio Maestre. El podcast se titula Dile que baje, y su puesta en escena consiste en que el entrevistador visita al entrevistado en su casa, llama al telefonillo y pasea con él por su barrio. En el caso aludido, Fuenlabrada, que queda descrita en la introducción así: «El cinturón rojo del sur de Madrid, un lugar donde doblar el lomo es la única manera de sobrevivir».
Ni el Bronx, vaya. Dice Maestre que crecer en Fuenlabrada era hacerlo en un mundo hostil «si tenías intereses distintos a los de los puños». Afirma que le pegaban por leer y que llevaba libros de Dostoyevski ocultos en un ejemplar del Marca para evitar que le diesen palizas. Incluso confiesa que trató mal a chicas para impostar bravura de macho y no ser acusado de blandengue. «Aprendí a hostias», repite en su evocación. Al lado de su infancia, la de Matilda parece acogedora y mimada. Pobre Maestre, obligado a leer en la clandestinidad, metiendo de matute los episodios nacionales con la ayuda de un contrabandista en la muga de Fuenlabrada, husmeando de incógnito en la cuesta de Moyano y colando la mercancía en el doble fondo de la mochila, debajo de las navajas y los balones de fútbol que llevaba para pasar desapercibido y simular ser un chico de Fuenlabrada normal, tan delincuente y del Real Madrid como cualquiera.
«Maestre cuenta su infancia como si fuese el Bronx de ‘The Warriors’, un relato que se va imponiendo poco a poco, alimentando un clasismo que merece ser combatido»
No acostumbro a burlarme de las experiencias ajenas, pero como yo fui un chico de extrarradio que sí leía a Dostoyevski sin esconderse (en el parque, en el patio del instituto o incluso en la piscina municipal), su retrato ridículo de la vida en los «cinturones rojos» me interpela. Antonio Maestre tiene mi edad y creció en un barrio muy parecido al mío (aún hoy, su Fuenlabrada y mi San José zaragozano tienen una renta media similar, unos 23.000 euros per cápita: bajita, pero no es de las más pobres de España, donde la renta es de unos 15.000, sensiblemente inferior), pero él lo cuenta como si fuese el Bronx de la película The Warriors, y me temo que es su relato y no el mío el que se va imponiendo poco a poco, alimentando un clasismo que merece ser combatido.
A mi barrio le dediqué una novela, La mirada de los peces, situada en mi adolescencia, en los años noventa del siglo XX. Retrato un lugar duro, porque lo era –más que ahora–, con un urbanismo desarrollista de bajísima calidad, feísta, amontonado y, a la vez, lleno de vacíos en forma de descampados que no había que cruzar de noche. También tenía unas tasas de delincuencia que hoy serían insoportables, y focos de infravivienda y chabolismo que parte del vecindario había naturalizado en el paisaje. No recuerdo si en esa novela conté la tarde en que vi cómo un pastor alemán despedazaba a las gallinas que una familia gitana tenía en el solar de una casa en ruinas donde se habían instalado, al lado de mi casa. No puedo negar muchas durezas, y las peores tenían que ver con el fracaso escolar, con la brecha que se abría al terminar la EGB y la mitad de la clase se iba a FP o abandonaba los estudios. No puedo negar que en mi bloque había una familia que vivía de la venta de droga al menudeo, ni que jugué con hijos de madres solas abandonadas por sus maridos que sacaron adelante a su familia prostituyéndose.
Todo eso existía y a veces aplastaba el ánimo de todos, pero también iba armando una ética que podía ser incluso puritana. En medio de todo eso había un instituto público excelente, como lo eran todos los que se fundaron con la democracia en España, con un claustro aún joven y entusiasta que colaboraba con el tejido asociativo del barrio. Había un movimiento vecinal muy activo y luchador, y una infraestructura social muy poderosa sostenida por la fe de las familias que no se resignaban a que su barrio fuera pasto de los yonquis. Nunca nadie jamás me afeó mi vicio lector, y yo no era Matilda, pero me acercaba un poco: a los ocho años ya me había embaulado todo Verne, y a los doce le daba a los autores del boom sin enterarme de nada, pero empapándome de la música de sus prosas. Nunca sentí la necesidad de ocultarme ni de aparentar lo que no era, nunca escondí mis libros bajo el Marca. Ni siquiera tuve que fingir que me gustaba el fútbol. Es más: el primer dinero que gané escribiendo fue en el barrio, cuando me hice con el primer premio del concurso literario del instituto. Veinte años después, cuando fui a dar una conferencia allí, los profesores me regalaron una copia enmarcada de aquel cuento. Nadie me pegó tras conocerse el fallo, ni me abrieron la cabeza con el trofeo. Al contrario: me aplaudieron, me felicitaron y me acompañaron en la celebración. Si algo me transmitió el barrio aquel día fue que sentían orgullo, me animaban a escribir mucho. «Sigue así», era la frase de ánimo.
«Toda la sociedad había puesto de su parte para que nuestros talentos encontraran su cauce: era nuestra responsabilidad no defraudarla»
«Sigue así» no era solo una palmada paternalista, sino un imperativo ético. Los listos del instituto, los que encabezamos la lista de las mejores notas, nos sentíamos obligados a seguir así. Nadie sabía explicarlo, pero tácitamente se nos hacía acreedores de una responsabilidad. Nuestros padres se habían sacrificado por que estudiáramos, nos lo habían puesto fácil; el Estado nos había dado un empujón, toda la sociedad había puesto de su parte para que nuestros talentos encontraran su cauce: era nuestra responsabilidad no defraudar esas expectativas. Si algo podíamos reprochar al ambiente de esos años es que esperaban demasiado de nosotros y era muy fácil decepcionarles. Y pese a ello, muchos siguieron así. De aquel barrio obrero, con los mismos problemas y tristuras que cualquier otro barrio obrero español (pues se parecen todos bastante, ya que se formaron en la misma época y con el mismo sustrato demográfico), hemos salido una escritora superventas llamada Irene Vallejo, una directora de cine llamada Paula Ortiz, algún que otro catedrático de físicas, varios profesionales con carreras brillantes, y yo mismo, que tampoco he salido mal del todo.
Y claro que había violencia y aspereza y bullying escolar (Irene ha contado mucho de eso en El infinito en un junco), y claro que los que venimos de barrios así siempre nos sentiremos un poco intrusos en un mundo cultural que aún hoy sigue dominado en cierta medida por niños de papá y gente que lo ha tenido mucho más fácil, pero no somos ni tan raros ni tan épicos. No nos hizo falta un machete para sobrevivir en la jungla urbana: tan solo tuvimos de nuestro lado un impulso ético basado en la cultura del esfuerzo (a veces, demasiado puritana, demasiado exigente, no lo niego) y una política socialdemócrata de la que disfrutamos sus mejores años. Como dice mi querida Rosa Belmonte, que también sabe mucho de esto, España es uno de los mejores países para ser pobre. Hemos podido ser pobres sin tragedia, cantando coplas (aunque fueran de Rosendo Mercado) y bebiendo vino con gaseosa.
Y quien se invente otra historia, seguramente será porque no tiene otro talento que ofrecer aparte de hacerse la víctima desde el privilegio.