Móviles y adolescencias sin cobertura.

1. Somos la generación que hemos y seguimos abrazando las tecnologías de manera generalizada, acrítica y consumista. También como proveedores e incitadores de su consumo a las infancias.
2. No tenemos resuelta la cuestión de la autonomía de los niños y niñas, ni sabemos cómo poder posibilitar las derivas propias de las adolescencias.
3. El sistema educativo está incapacitado e inhabilitado para intervenir en relación a las pantallas, en uno y en otro sentido.
4. Las redes sociales virtuales conducen a un consumo de relaciones, a una exposición nociva y unas relaciones basadas en el control y la inmediatez… ¿Y las otras redes saludables? ¿Dónde están y qué hacemos para que las adolescencias puedan explorar una sociabilidad alternativa a la digital?.
5. La regulación y la prohibición ¿Dónde están los riesgos? ¿Es una cuestión de peligros o de necesidad de control adulto?

Las pantallas nos complican la vida. Puede ser que nos hagan el día a día más cómodo y que podamos acceder con rapidez a potentes herramientas que antes no estaban y que ahora tenemos normalizadas en nuestra existencia, pero si las pensamos en clave pedagógica, vemos que aún queda mucho que perfilar.

El debate educativo se hace complejo, difícil de transitar. Tenemos ganas de encontrar formas de salir de la maraña, de huir a espacios más sosegados fuera del ritmo que nos marca la propaganda de aplicaciones y redes sociales, ganas de ir a lugares habitables donde conectar con lo humano en una forma tradicional en la que nos reconocemos desde una legítima nostalgia. Pero pronto vemos que no hay huida posible. No queda más remedio que gestionar la dificultad.

Y desde la honestidad las dificultades siempre se gestionan con más dudas que certezas. Ni idea de cómo desenredar el lío, ni idea de cómo escapar del secuestro, pero sí que tengo claro que, en términos de infancias y adolescencias, hay ciertos planteamientos que aparecen de manera recurrente en todos los debates y, se hable de lo que se hable, las criaturas terminan palmando siendo víctimas de los postulados adultocéntricos.

Hace pocas semanas salió a luz pública una iniciativa de familias preocupadas por el condicionamiento social a la hora de facilitar a los adolescentes su primer dispositivo móvil, cómo la presión de grupo y el contexto social dificultan que cada familia pueda tomar sus propias decisiones desde el diálogo. Y en el momento que este tema ha estado en el debate mediático, los discursos criminalizadores se han hecho hueco para acallar otras búsquedas, otras maneras de encontrar soluciones que a la vez nos lleven al respeto de la realidad adolescente.

Este texto pretende colaborar con dicha búsqueda dando cinco toques de atención, cinco coordenadas que pueden servir para generar diálogo en un intento de aportar a la conversación argumentos que valgan para reconfigurar una relación con las infancias y adolescencias en clave de respeto y antagónica a las dinámicas de represión y control social que, por desgracia, están tan presentes en el debate público.

1. Somos la generación que hemos abrazado (y seguimos abrazando) las tecnologías de manera generalizada, acrítica y consumista. También como proveedores e incitadores de su consumo a las infancias.

Miramos a las adolescencias enganchadas al móvil y vemos todos los riesgos y peligros que tenemos absolutamente integrados y normalizados en nuestro día a día. Desde que en la transición compramos el modelo del progreso y el desarrollismo capitalista como manera de huir de la miseria franquista, creemos que todo lo que pita y hace lucecitas nos va a mejorar la vida. Como padres y madres hemos elegido escuelas en las que daban una tablet a criaturas de 5 años para que aprendieran las letras o los colores, incluso hemos celebrado aplicaciones para comer o dormir en guarderías y en las cocinas de nuestras casas. Hemos regalado playstations a cascoporro y hemos ido cambiando de móvil cada 2 años al son de las campañas publicitarias de las multinacionales para no perder estatus y poder seguir alimentando la fantasía de control de tener el mundo guardado en nuestro bolsillo. Nuestros hijos e hijas han crecido viendo como estábamos pegados al móvil y cómo mirábamos la vida a través de las pantallas. Los álbumes de fotos familiares están en la nube, evaporados en la inmediatez de un wasap y sin posibilidad de cristalizar en una historia familiar tangible y respirable.

Todo esto, hoy por hoy, está lejos de cuestionarse. Los adultos con las tecnologías también nos enganchamos, también nos suicidamos, perdemos nuestro dinero jugando a la apuestas o cayendo en los timos, pero en ningún caso se nos plantea un uso restrictivo de las mismas o una demonización de nuestro estilo de vida. Es muy cuestionable por tanto cuando hablamos desde la superioridad moral o desde un paternalismo. Supone construir un muro y desechar la interesante posibilidad de dialogar con los chicos y las chicas desde la miseria que compartimos, desde ese lugar común en el que estamos perdidos, y del que podemos aprender juntos cómo recorrerlo. La realidad nos pone en bandeja una oportunidad de encuentro, no la fastidiemos ocupando un lugar de pedantería. Se nos nota demasiado la impostura y perdemos la opción de hacer algo lindo con nuestra legítima preocupación.

2. No tenemos resuelta la cuestión de la autonomía de los niños y niñas, ni sabemos cómo poder posibilitar las derivas propias de las adolescencias.

Móviles sí o móviles no, puede haber debate, pero autonomía sí, sin ninguna duda.

Tenemos un grave problema social con la fragmentación y el individualismo. Nuestras comunidades están rotas, erosionadas, desiertas, cada vez es más difícil encontrar a alguien dispuesto a ofrecer ayuda, disponible para la relación. La chavalería es víctima de esa desertificación. Los itinerarios por el cuerpo social frío y hostil se parecen cada vez más a deslizamientos por el hielo, sin agarres, sin posibilidad de frenada, cada vez con más riesgos y cada vez con menos probabilidades de amparo. La cosa está mal, pero no es responsabilidad de la chavalería el desastre que se encuentran cada día que pisan la calle. Y sí, podemos valorar que es una gran lástima que la autonomía vaya asociada a la tecnología, que da pena que un chico o una chica no se atreva a hacer determinadas cosas hasta que no tenga un móvil en el bolsillo, llorar que un papá o una mamá no autorice determinados planes si no se garantiza la posibilidad de contacto (o control) inmediato…

Añoramos aquellos momentos en los que lo social estaba regado por la confianza, por el apoyo mutuo y por una libertad que no fuera vigilada. Pero en el momento actual, si se ha de elegir entre móviles o autonomía, yo lo tengo claro. Ojalá seamos capaces de construir lugares sociales habitables en los que dicha disyuntiva no sea necesaria, ojalá lugares donde la autonomía no necesite muletas, pero, mientras, habrá que pagar el precio que cuesta salir de casa. Si retrasar el uso de móvil es también retrasar la adquisición de la autonomía y el disfrute de la libertad, no compensa.

3. El sistema educativo está absolutamente incapacitado e inhabilitado para intervenir en relación a las pantallas, en uno y en otro sentido.

Puede haber debate de si pantallas en los institutos (se acaba de firmar un manifiesto en este sentido) o, por lo contrario, si los centros educativos han de estar libres de móviles, de si las tecnologías se tienen que integrar en las asignaturas como un aprendizaje instrumental o trabajarse de manera transversal, de si sí o si no. Y como todo debate pedagógico y didáctico que se da en el marco de la educación reglada encandilará a unas y aburrirá a otras, pero, en todo caso, no es la discusión que necesitamos.

Sobre la cuestión fundamental de cómo afectan las tecnologías a los y las adolescentes, el debate en términos educativos es superficial. El uso que hace de los móviles la chavalería tiene que ver con temas vitales como “la importancia de la relación con los colegas”, “la necesidad de referencias culturales más allá de los entornos inmediatos”, “jugar y entrenar las identidades y las opciones sexuales”, “acceder a contenidos que desde la cultura adulta están denostados y repudiados”, etc. Y todo eso, hace tiempo ya, que queda fuera de los currículums y fuera de circulación en la estructura formal del sistema educativo. Por tanto, cuando un centro se autodenomina “un lugar libre de móviles”, o por lo contrario, vende como “innovación educativa” tener pantallas hasta en la sopa, estamos en ambos casos ante simples propuestas autorreferenciales, epidérmicas, que tienen un calado ínfimo en las vidas del alumnado.

Si se prohíbe el uso de los móviles no es para promover una sociabilidad alternativa con los alumnos y alumnas (que, por otro lado, ni se cuidan ni se sostienen desde lo humano) sino como un elemento de autoprotección institucional y de contención de la violencia. En los institutos de secundaria hay constancia de que la convivencia es precaria, que las agresiones pueden ser frecuentes y que haya una pantalla para publicar y publicitar los comportamientos indeseables dificulta la gestión de las vergüenzas. Pero su prohibición difícilmente erradica los problemas (que tienen causas sistémicas), solo traslada su expresión a otros espacios en los que los chicos y chicas dialogan con lo que les pasa con más libertad y menos control.

El sistema educativo debiera empezar por asumir su responsabilidad respecto a los marcos de violencia que construye para la chavalería, no olvidar tampoco las condiciones materiales que condicionan los procesos vitales del alumnado, y también hacer una evaluación honesta sobre qué ha mejorado en la convivencia de los centros desde el día en que sacar un smartphone formó parte del sistema disciplinario y del menú de castigos y sanciones. Y después de todo esto, cuando haya hecho los deberes, estará en condiciones de desempeñar un papel significativo en la solución del problema que nos preocupa.

4. Las redes sociales virtuales conducen a un consumo de relaciones, a una exposición nociva y unas relaciones basadas en el control y la inmediatez… ¿Y las otras redes saludables? ¿Dónde están y qué hacemos para que las adolescencias puedan explorar una sociabilidad alternativa a la digital?

Si ya había “temita” con la cuestión de la autonomía, si hablamos de la vida social de las criaturas en relación a las tecnologías la cosa también se presenta tiznada... Hay una preocupación general respecto al uso de las aplicaciones de las redes sociales como sucedáneo del encuentro con cuerpo y alma. El miedo que da normalizar relacionarse con avatares, hablar con emoticonos o follar por zoom. Mal panorama, sí, pero es un lío que no vamos a poder esquivar…

Las relaciones sociales son una necesidad básica en todas las edades, somos una especie mamífera, necesitamos roce y cachorreo, y nos lo estamos montando para exiliar esto de nuestro día a día. Cada vez nos vemos menos, nos tocamos menos y nos encontramos menos. Cada vez más solas, con más necesidad y con más carencia. Y ninguna de las instituciones pensadas para las infancias y adolescencias priorizan el abrazo. Pocos recreos, pocos espacios de juego liberados de la mirada adulta y pocos lugares donde experimentar la conexión con los demás. Precariedad psico-afectiva generalizada.

Cuando las criaturas son pequeñas aun les llevamos a planes con abuelos y abuelas, convocamos a tíos y tías en una fantasía instantánea de la familia extensa que ya no tenemos, vamos de peregrinaje a cumpleaños colectivos y hacemos fiestas de halloween o de pijamas… Pero claro, llega un momento que las criaturas crecen, pronto cumplen 12, 13 o 14 años y la sociabilidad que demandan y necesitan ya no se da de la mano de papá o mamá. Desde ese momento, y hasta que puedan conquistar la confianza de quienes les cuidan para tener libertad de movimientos y funcionar de forma autónoma ejerciendo de “adultas”, tendremos que asumir que van a tener que canalizar de manera precaria e insuficiente sus necesidades de socialización, “ni tan mayores como para quedar solos, ni tan pequeños como para verse en encuentros con familia encima”, que van a querer conectarse a juegos en red para chatear con colegas, o mandarse mil gifs por wasap para sentir que no están tan solas en el encierro de sus casas…

Porque, reconozcámoslo, la alternativa social que estamos ofreciendo a las adolescencias es de precariedad y encierro. Ni los horarios, ni los espacios, ni las ciudades, ni las dinámicas de relación que tienen con los adultos de su vida dan muchas posibilidades distintas al aislamiento. Y no parece que estemos muy dispuestos a cambiar nuestras prioridades, ni que el capital y la adultocracia nos lo vaya a permitir.

En este contexto, las aplicaciones y las pantallas son quizá más consecuencia que causa de lo que nos debiera preocupar.

5. La regulación y la prohibición ¿Dónde están los riesgos? ¿Es una cuestión de peligros o de necesidad de control adulto?

No es la primera vez que cuando nos asusta algo respecto a las infancias nos lo queremos quitar con educación punitiva o con represión. La educación y el castigo para salir del atolladero.

Somos conscientes de que el mundo que hemos construido, y que se expresa con toda su crudeza en internet, deja mucho que desear. Sabemos que no tenemos capacidad de control del capitalismo, ni del patriarcado ni de la violencia estructural que sufrimos, por lo que puede parecer una buena opción controlar a las adolescencias y así “defenderlas de lo que somos”. De esta manera, aunque la efectividad de nuestras medidas sea casi nula, seguimos demostrando quien manda y expiamos parte de las culpas. Reivindicar el privilegio adulto siempre será la mejor forma de acallar debates y de no asumir responsabilidades.

Pero desde una regulación ajena a las necesidades de la chavalería, y desde la prohibición en base a criterios moralistas y prácticas paternalistas, no se crece como sociedad, no se renuevan las alianzas intergeneracionales. Se culpabiliza a las adolescencias por “hacer lo mismo que los demás” pero a ellos y ellas no se les permite por las inseguridades y los miedos que las personas adultas les vuelcan.

Si pensamos en una tablet, para jugar, para aprender, o para matar el tiempo en una sala de espera o en un viaje, nos parece todo bien (aunque esté demostrado que es nocivo para los niños y las niñas, y nosotras justifiquemos “hacer la vista gorda” por nuestro bienestar), pero si proyectamos en los dispositivos y las tecnologías el acceso al porno o el que jueguen a las apuestas, nos parece mucho más peligroso en manos de la chavalería que en nuestras manos, cuando los riesgos son similares y las consecuencias negativas también.

Las propuestas punitivas, además de ineficientes, imposibilitan dialogar con el problema en clave de la responsabilidad que tenemos, lo que es muy inmaduro como sociedad y además injusto para aquellas personas que no viven en situaciones de privilegio y por tanto que no se pueden beneficiar de una mirada benevolente y comprensiva a sus conductas reprobables. Los y las adolescentes están lejos de poder ocupar ese lugar de reconocimiento y de poder disfrutar de los beneficios de la hipocresía social. Tienen todos los números para seguir siendo las dianas de nuestro malestar.

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Y así, como resumen y cierre, decir que, sin duda, en un ambiente sin pantallas que nos secuestran la atención, la vida y que instrumentalizan nuestros anhelos y necesidades, sería más fácil de cultivar la relación humana, pero más allá de ese marco, hoy por hoy lejano y artificioso, no nos queda otra que lidiar con las dificultades, y hemos de hacerlo en clave de respeto y responsabilidad, y no ahogar el debate en propuestas finalistas y simplificadoras que quizá nos ayuden a dormir más tranquilos, pero que distan mucho de colaborar con hacer un mundo más habitable para las infancias y adolescencias

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