Veinteenes.




Ese otro país es el que, cada año, ve llegar su veinteene y se congratula de que, aunque sea por un mísero día, niñas y niños pasen a ser un elemento del primer plano informativo (y eso, las más de las veces, por los pelos). Porque ese día de cada noviembre no se celebra sólo el día de la Infancia sino –el matiz es importante- el de sus derechos que, además, tienen como apellido humanos.


Pido disculpas por anticipado. Por jugar al equívoco con un título que en la gran cámara de resonancia del contexto político español probablemente haya despertado expectativas que no voy a satisfacer. Al fin y al cabo, mientras escribía estas líneas he visto desplegarse la semana más convulsa de la política nacional que recuerde en mucho tiempo: incluyendo hordas de poco disimulado neofranquismo, ruido de sables jubilados y a un señor con un peinado muy raro al que se le ha petrificado en la cara una sonrisa de satisfacción con la que corre el riesgo de envenenarse. Todo tan normal como siempre, en la plena democracia de esta España nuestra.

Pero no, ese no es mi tema. Yo quería, más bien, dar la turra con aquello de las dos Españas. Porque aquí somos de realismo sucio y no nos basta con lo conceptual: el corazón se nos ha de helar también en la práctica y en días inverosímiles. Así que cada año nos es dado por solapar, un poco sin quererlo, esas dos Españas en dos celebraciones antitéticas que no pueden representar mejor todas nuestras contradicciones.

Hay una España que encuentra en su veintene el momento de sacar del armario sus mejores galas para defender un ideario que parecía apolillado, pero al que cada vez con más frecuencia le están saliendo voluntarios prestos al remiendo. Y así, lo que creímos una anécdota con tintes del folclorismo sepia que duraba lo que duraba la dichosa efeméride, se nos está convirtiendo en un brote de sarpullido nacionalsocialista agudo con vistas a –y en esto espero equivocarme- cronificarse en nuestra política cotidiana.

Pero a ese veintene de la España que vive por y para el pasado se le superpone, como en un zurcido tosco inventado por un aprendiz de costurero, el de otra España que quiere confiar en el futuro. Ese otro país es el que, cada año, ve llegar su veinteene y se congratula de que, aunque sea por un mísero día, niñas y niños pasen a ser un elemento del primer plano informativo (y eso, las más de las veces, por los pelos). Porque ese día de noviembre no se celebra sólo el día mundial de la Infancia sino –el matiz es importante- el de sus derechos que, además, tienen como apellido humanos. Y ya estamos con eso que tanto enciende a nuestras huestes carpetovetónicas, a las que la simple idea de que seamos fulanos y menganos, pero con derecho a algo, les resulta irritante; tanto más si quien reclama ese derecho es alguien a quien todavía no consideran adulto.

Creer en los derechos de la población infantil es creer en la posibilidad de un futuro por partida doble: porque cuando escuchamos con atención a niñas y niños se hace mejor su presente (y nuestro presente) y sin eso es difícil creer en las bondades de un mañana; pero también porque en el futuro no seremos nosotros, sino ellos, quienes heredarán esta piltrafa de mundo que nos empeñamos en construir, así que hay que hacer algo porque el legado les llegue en mejores condiciones de las que lo encontramos. Justicia generacional, se llama. Y es un reto, si hay que creer en los hechos que este lunes 20 se empeña en recordarnos: porque seguimos viendo enquistada la pobreza infantil; porque en las mentes de muchos adolescentes crece el mal de la incertidumbre a crecer en un mundo a peor; porque es posible que, según nos dice una encuesta reciente encargada por el Defensor del Pueblo, haya más de cuatro millones y medio de personas adultas en este país que portan en su interior un niño que ha sido vejado y abusado por quien debía protegerle. Y estaría dispuesto a hacer un recuento más exhaustivo, si no fuera tan deprimente.

¿Qué ocurrirá este año? ¿Conseguirá la España zombie de las marrullerías parlamentarias, las estrategias electorales y los programas escritos en tablas de piedra donde nunca es posible leer la palabra Infancia eclipsar el protagonismo debido a los niños? ¿Seguiremos hablando de política o empezaremos a hacerla desde los derechos y los intereses de todas esas personas que aún no son adultas[1]?

A estas alturas de la vida he entendido ya que el bienestar de toda una sociedad es imposible si no empieza en la Infancia, y me refiero también al bienestar de toda esa gente sobrada que la mira como al sarampión, congratulándose de haberla pasado hace mucho tiempo. Si alguien me lee y piensa como yo, igual es buena idea recordar que esa España que no ha renunciado todavía al futuro tiene una fecha de la que congratularse, aunque nos invite a estrellarnos una y otra vez contra la realidad. O igual que hay que felicitarse porque -oh, primicia del día- parece que tendremos al fin un Ministerio para la infancia (y la juventud). Y sí, quizás nos venza el griterío bronco de la otra España, esa que blande muñecas hinchables como cimitarras, pero habrá que intentarlo. Yo, por si acaso, voy a quedarme mirando atentamente desde mi atalaya prestada en la Enzina, a ver si hay suerte y mañana es un día mejor.

[1] Admitamos que es un pobre consuelo pero, al menos, mientras aquí seguiremos tarifando por otras cosas “más importantes”, el parlamento europeo pondrá un poco de decencia y dedicará su pleno a debatir sobre los derechos de los niños europeos, como informan desde su propia web.

*Iván RodríguezAhora soy sociólogo y antes de eso la gente me parecía muy rara: bueno, igual no era en ese orden. También escribo: para entenderme y para entender. Sin la música, el cine y la literatura sería como un náufrago que no tiene madero al que asirse para salvar el pellejo. Creo que, de verdad, el mundo puede ser mejor si ponemos un poquito de parte de todos. Cuando me pongo a pensar que me tengo que morir, toco la guitarra. 
Profesor Titular de Universidad de Huelva. Área de Sociología, Vicedecano de Calidad; asociado GSIA.

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