De cómo, si por mí fuera, empaquetaría los libros de las bibliotecas escolares y los mandaría al “rincón de pensar”.
¡Dejémosles que se expresen, demontre!
Ese aforismo inicial que encabeza el artículo no es mío, Molinera. Se lo he pedido prestado a mi amigo Agustín Eguíluz, un arquitecto recientemente jubilado, el cual, después de toda una vida levantando edificios para la posteridad, se ha dado cuenta que, para trascender, lo único verdaderamente duradero es la escritura, la propia escritura.
No entiendo, Molinera, ese empeño porque los niños lean libros de adultos. Me refiero a ese mantra machacón, tanto en colegios, como en familias y medios de comunicación, que da por supuesto que la lectura de los libros existentes en las librerías y bibliotecas (ya infantiles o de mayores) equivale a “adquirir cultura”, “dominar habilidades lingüísticas” o “mejorar la autoestima”.
Si por mí fuera, empaquetaría los libros de las bibliotecas que no han sido escritos por los propios niños del pueblo o de la ciudad donde viven y los mandaría al cuarto oscuro donde se guardan los utensilios de limpieza. A estas edades con las que trabajamos decir a un niño que lea esos libros bellamente ilustrados, ¡sí!; de autores consagrados, ¡por supuesto!; publicitados por editoriales muy rentables, ¡faltaría más! … supone introducirlo en un mundo consumista y homologado donde se trabajan temáticas globalizadas y ajenas. Temáticas “ad hoc”, milimétricamente calculadas para que causen el efecto económico e ideológico deseado.
¿Entiendes, Molinera, lo que te digo? Te lo diré de otro modo para que me comprendas. Imagínate que llevamos a un niño al circo y le decimos que se siente. Que se siente y que contemple atentamente las cabriolas, saltos y prodigios que un malabarista virtuoso. ¡Quedará maravillado, sin duda! A continuación, ya fuera, le decimos que intente hacer él lo mismo. Efectivamente, comenzará hacer sus pinitos, pero pronto se dará cuenta de que no puede imitar al artista de dentro, que no tiene aptitudes para eso… (a consecuencia de lo cual, se acomplejará y dejará de intentarlo).
En nuestro caso, con la escritura, sucede lo mismo. Sentadle a que lea y, a posteriori, si algún niño intenta expresarse a su modo, se verá de inmediato remedado en su cuaderno con un sembrado repelente de rotuladorazos de color fosforescente realizados por su admirada “profe”. “¿Para qué voy a escribir yo, o para qué voy a leer lo que escriben mis compañeros si hay autores famosos que lo hacen por nosotros?” –se dirá. ¡Y lo mismo podríamos decir con sus propios dibujos, composiciones musicales o expresiones artísticas originales!
Por poner otro ejemplo, te hablaré de mí mismo, de mi propia experiencia. Fíjate: al tiempo que escribo, siento que vivo, que permanezco atento, tanto a lo que he visto que sucede a mi alrededor, como a lo que sucede dentro de mí mismo. ¡Y te digo más! Soy consciente de que mis palabras son el adobo con que embalsamo mis reflexiones: el sarcófago mágico que preservará de la podredumbre las experiencias e ideas que, sobre la Pedagogía Andariega, fagocito dentro.
Es verdad que corro el riesgo, lo sé, de que, a diferencia de escritores consagrados, mis escritos sólo queden en pura verborrea. Un fuego de artificio barato que, a la postre, solo exhalará humo y ruido…. Sin embargo continúo escribiendo. Y ello porque las palabras son como seres vivos que bullen dentro de mí y dan consistencia a mi propio pensamiento… ¡Pero si el propio movimiento de mi mano al plasmarlas expresa como nadie el ideario andariego que me anima!
Si esto es lo que siento yo, burrita mía, que soy adulto, ¿qué no sentirá la niña o el niño que se halla en fase de descubrirse a sí misma, a sí mismo? Para ellos escribir sus pensamientos y experiencias resulta esencial para fijar y mantener su peculiaridad, su originalidad. Escritos, por otra parte, que cuentan mucho de ellos mismos: de las luces y las sombras de que disfrutan y padecen diariamente. Escritos que servirán para, como me sucede a mí, fortalecer su personalidad y aportar un material que servirá, además de para disfrute de familiares y amigos, de columna vertebral de su individualidad.
Es muy buena. Tiene 75 años y viaja por todo el mundo: por Estambul, Inglaterra, Ámsterdam, Marruecos…
Es gordita, sonríe mucho y nos deja vivir en su casa. Le gusta comer chuches y tartas. También le gustan los niños, los visitantes y los animales.
Tiene un perro que se llama “Percy” y otro que se llama “Tornillo”. Le gusta pasearlos y también pasear con nosotros cuando estamos juntos.
Tiene un jardín y lo riega. Escucha música cuando se va a dormir y me admira con todo su corazón.
¡Te quiero mucho, abuela!.
¡Dejémosles que se expresen, demontre!
En fin, Molinera… lo que te decía al principio: si por mí fuera, empaquetaría los libros de las bibliotecas escolares y se los remitiría a sus autores, a sus editoriales o a las tiendas donde se han adquirido para que los pusieran en el “rincón de pensar”.
La reunión de hoy la he organizado con el profesorado para tratar sobre esta temática. Lo vamos a hacer dando vueltas alrededor del patio de recreo. ¡Ya sabes que soy alérgico a las aulas…! Sé que la mayoría va a manifestar su desacuerdo con esa idea que preconizamos. ¡Qué disparate! –dirán llevándose las manos a la cabeza. A continuación, con respecto a la ausencia de escritos de sus niños en aulas y biblioteca de Centro, se van a exculpar diciendo que no tienen tiempo para leer atentamente y corregir, uno por uno, todos sus escritos (¡menos aún para editar y reproducir dichos textos con la burocracia a que están sometidos!). Incluso alguno de “Lengua”, constatará que no se fía del aprendizaje autónomo; que sus “niños” no tienen vocabulario suficiente para expresar sus emociones…; que tienen que dar los contenidos que fija la legislación.
¿Legislación? ¿“Circunscribir su vocabulario a las distintas formas de comunicación que caracteriza el lenguaje escrito”? ¡Valiente galimatías! ¡Como si los niños necesitaran de un lenguaje enrevesado para expresar un sentimiento, una constatación o una necesidad… ¡
“Señores profesores–les diré-. Lo importante no es cómo se escribe, sino lo que se escribe: ese cúmulo de ideas y aportaciones que todos necesitamos echar a volar”. ¡Y más aún, hoy en día en que la expresión escrita individual, lo mismo que la escritura a mano o la exposición de ideas propias, se halla en franca regresión debido al manejo automatizado de emoticonos e inteligencias artificiales!
Animaré al profesorado a que siga la doctrina de Celestine Freinet, aquel pedagogo que con tanto ahínco favoreciera el texto libre y la corrección comunitaria. A que permitan y celebren el que, en cualquier sitio y momento, los niños escriban. Les insistiré que en la Pedagogía Andariega no nos interesa lo sabido, lo consagrado, ni mucho menos lo culturalmente establecido. Antes bien, que preferimos recorrer nuestro propio itinerario personal. Un camino ascendente y curvilíneo que nos conducirá, sin duda, a querer, algún día, desempolvar aquellos libros embalados e interesarnos por lo que allí pone.
En fin. Por nuestra parte no va a quedar. Hoy mismo, recogeremos de mano del profesorado los textos y dibujos de niños y menos niños que nos tengan preparados y los editemos en forma de libritos colectivos. Libritos que se los regalaremos cuando volvamos la próxima vez y que pasaran a formar parte de la Colección que, desde hace años y en tu honor, Molinera, denominamos “Arre burrita”.
Como colofón del encuentro, y siempre caminando, iremos leyendo sucesivamente los textos de este libreto que traemos hoy a colación y que reproducimos en formato PDF. Un compendio de cuentos, poesías, anécdotas y emociones que bien merecen, no ya un “Premio Planeta”, sino todo un “Galardón Sideral de la Pedagogía Andariega”.
Isidro García Cigüenza, y Molinera. |
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