Después de dar clases de filosofía durante seis años
en dos escuelas primarias de la ciudad de Río Cuarto, Córdoba,
entendí –tarde- que debía consignar de algún modo las intervenciones de lxs niñxs.
El resultado es este libro.
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Il. NASA/Paul DiMare |
Adolfo Córdova.
La infancia es más poderosa que la ficción.
Andrés Barba.
Intro ex profeso(r)
Después de dar clases de filosofía
durante seis años en dos escuelas primarias de la ciudad de Río Cuarto,
Córdoba, entendí –tarde- que debía consignar de algún modo las
intervenciones de lxs niñxs. El resultado es este libro.
Al momento de
escribir cada una de las crónicas primaron la urgencia y la economía
expresiva. Urgencia por no olvidar lo ocurrido en el aula, economía
expresiva para contaminar lo menos posible con mi visión las voces de
lxs niñxs.
Casi todas fueron escritas desde el
teléfono, en el viaje en colectivo de un trabajo a otro, de allí que no
mantengan una homogeneidad estilística. Decidí no dársela una vez
reunidas en su versión final para que el eventual lector las tuviera a
su disposición tal como fueron escritas. Las compartí en mi cuenta de
Facebook durante el 2017 -aunque algunas datan de años anteriores-,
intentando adaptarlas a los modos de expresión propios de las redes
sociales, en los que rigen la brevedad y la concisión.
El criterio de selección del material
fue muy simple. Al final de cada clase me pregunté qué me había
impactado y por qué. Seguramente dejé de lado, olvidé y transformé más
de una intervención. Me responsabilizo por la limitación de mi memoria y
el filtro de mi subjetividad, que actuó como juez sobre aquello que
podía ser convertido en crónica o relato breve. Todas oscilan entre esos
géneros.
A lo largo del año fueron ganando lectores. Algunos me recomendaron que las reuniera en un libro. Lo hice y se los agradezco.
El libro es, obviamente, para sus protagonistas: lxs niñxs.
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Los de tercer grado saben que soy
marciano. Ya no lo oculto. Cada clase lo demuestro con alguna habilidad
que sólo alguien de otro planeta puede tener. Desde principios de año,
en el taller de filosofía trabajamos con Crónicas Marcianas,
un cuento por clase. Las historias se deforman tanto que terminan
siendo una descripción de mi vida en Marte. Hoy conté “Los músicos”. En
el cuento, las madres humanas prohíben a sus hijos jugar en las
milenarias y muertas ciudades marcianas. Después de eso hablamos sobre
prohibiciones, tabúes y las consecuencias literarias de su ruptura:
locura y ceguera. Al final de la hora se me acerca Franca (8 años), muy
seria:
—Profe, tengo dos preguntas. Una: ¿en Marte también hay tabules? Y dos: si una nena se arrepiente de un tabul, como el que contaste del chico que se enamora de la mamá y se saca los ojos, ¿igual se vuelve loca?
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Gustavo enunció la teoría cósmico-biológica más aceptada en tercer grado, aunque tuvo serias críticas:
—La tierra nació de un choque de
meteoros gigantes —explica con las manos—. Después vino el choque con la
luna, que congeló todo.
—Ahh —interrumpe Ignacio—. ¿Y los dinosaurios?
—Pará —muestra su palma—. Falta para
eso. Después de la luna cayó otro meteoro y derritió el hielo. Ahí
aparecen los dinosaurios.
—Acá hay gente que no cree en Dios —Alexio, inquisidor.
—Dios salió de la Biblia, Alexio. Después de todo eso —Ema, enojada por la interrupción.
—El Gustavo ve muchos videos en Youtube —se escucha desde el fondo—. Se cree todo.
El acusado guarda silencio. Se pone más serio que de costumbre y destruye a la voz anónima.
—Acá hay gente que cree en la Biblia.
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En tercer grado hablamos sobre la vida y
Celeste dijo que es como una ropa que a los niños les queda grande y a
los viejos, chica. Cuando uno crece se va ajustando al tamaño del
tiempo, hasta que no entra más. Eso es la muerte. Ignacio no estuvo de
acuerdo y dijo que lo que queda cada vez más chico es el cuerpo. Se
sostuvieron la mirada. Celeste precisó: el cuerpo es la vida.
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En sexto grado seguimos con Crónicas Marcianas.
En el cuento de hoy, los humanos que habitan Marte se enteran por radio
de que en la Tierra empezó la III Guerra Mundial y por la noche ya no
la ven celeste y verde, sino gris, del color del humo. Hablamos sobre la
posibilidad del fin de la vida en el planeta durante casi media hora.
El diálogo se fue tornando cada vez más gracioso y absurdo. Tuve que
cortarlo cuando Tomás preguntó muy serio: “Si los aliens algún día
vienen a matarnos, ¿a quiénes van a defender los de ISIS?”. No pude
contener la risa.
Ahora pienso que si pudiéramos
presenciar el fluir de la conversación de los niños durante un par de
horas, guiados sólo por la libre asociación que parece regir sus
ocurrencias, tendríamos una experiencia ominosa del mundo y de nosotros
mismos; sentiríamos la amenaza de algo informe que vive y late bajo esas
palabras que no queremos reconocer como nuestras.
9
En 2013 empecé a trabajar en un colegio
donde el taller de filosofía con niños iba a durar seis meses. El resto
del año los niños iban a tener robótica. Los que ahora están en sexto
grado, a punto de abandonar el primario, iban a segundo. Eran graves y
curiosos, dispuestos a sacrificar recreos para seguir hablando. Se
permitían llorar, entristecerse y volver a la pregunta como a su tierra
natal. Una vez les conté la Alegoría de la caverna y a la clase
siguiente Agustina sacó de la mochila un ejemplar de La República.
Me dijo con liviandad, como si fuera algo de todos los días, “Mirá
profe, acá está lo que vos nos contaste”. Leyó y los compañeros la
escucharon. Tenían siete años.
Un par de clases después, casi sobre las
vacaciones de invierno, les anuncié que íbamos a volver a vernos recién
al año siguiente, porque después del descanso empezarían otro taller.
No podían creer que filosofía terminara, preguntaban por qué,
indignados, sintiéndose estafados por mí y por la escuela. Les dije lo
que sabía, como pude, porque yo tampoco quería que terminara el taller.
Entre semana hablé con la directora para
preguntarle qué posibilidades había de seguir dándolo. Recién hacía dos
años que daba clases y no había tenido nunca un curso así. Ofrecí,
incluso, no cobrarlo, con tal de poder mantener cautivos de la filosofía
a ese grupo tan raro y hermoso de niños. Me dijo que iban a ver, iban a
tratar de hacer lo posible. Había que ver. Ese “había” significaba
esperar la palabra de sus superiores.
Pasaron unos días. Era la última clase y
había planeado unos juegos para hacerla más llevadera, menos triste,
para mí y para ellos. Ni bien llegué, la directora me saludó muy
sonriente y me dijo que los chicos de segundo habían pedido que
filosofía siguiera; que eso había sido decisivo. El taller iba a
continuar después de las vacaciones. No sólo por ese año, sino
indefinidamente. Veinte niños de siete años, pensé, quizás con un poco
de extremismo, le ganaron una batalla a la técnica. No hay Piaget que
valga o que pueda explicar eso. Con ellos reafirmé mis convicciones. La
infancia es, siempre, otra cosa, renueva el mundo con su voz excéntrica e
impredecible. No puede calcularse ni normalizarse sin perderse.
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Mi experiencia con los niños no me tiene
como protagonista, soy su testigo. La excepción a eso está dada por mis
recuerdos, tergiversados por la mediación del tiempo, opacados por el
mundo adulto. La infancia es una promesa que, en la época que
atravesamos, parece volverse imposible. Somos exiliados de aquellos
tiempos donde todo era mítico. Lo que me resulta más triste es que los
añoramos en primera persona y los evocamos en tercera. Quién pudiera
hacerlas coincidir y decir no “soy el que era”, sino “fui el que voy a
ser”, y que el presente lo reconcilie con lo perdido.
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En tercero alguien trajo a colación la muerte de un familiar. Hacia ahí se disparó la clase. Santi dijo que la alma
no se pudre, pero el cuerpo que usa sí. Le pregunté qué es el alma y
dijo que éramos nosotros. Conté que hace mucho un señor que se llamaba
Platón había dicho lo mismo. Ah, Platón, el de la caverna, dijo Pía.
Acto seguido, Valentín agregó que el alma no se ve, como los números. No
puedo contener la emoción y le pregunto cómo es eso y agrega que los
números existen pero no se ven, salvo si los escribís. ¿En dónde
existen, Valen? ¿Y cómo? Oh, Pro, en su mundo. Hace cara de que es
obvio.
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Terminamos con Crónicas marcianas,
pero en tercer grado casi nadie desconfía de mi marcianidad. La semana
pasada vieron la nave aterrizando cerca de la escuela. Cuando entré al
aula, cinco minutos después, me dijeron que me habían visto. Les pedí,
como siempre, discreción. Desde el día que les enseñé el alfabeto
marciano recibo cartas en dos idiomas. Descubrieron mi lengua verde
cuando entré haciéndoles burla. Al principio creyeron que era de tomar
mates en la salita con las seños. Pero no, resultó ser una alergia al
agua de la tierra. Ya saben que cuando falto es porque voy a ver a mi
familia marciana. Tengo un dibujo que explica un poco de dónde vengo. Es
un abismo mucho más grande que el cielo, es el misterio de la infancia,
el trazo de los colores del planeta y la galaxia donde estamos
perdidos.
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Les leo a mis alumnos de tercer grado el primer capítulo de El gran pez.
La última oración dice “Mi padre se convirtió en un mito”. Les pregunto
cómo es eso, cómo un padre se convierte en mito. Hay varias manos que
se levantan. Ignacio dice que alguien se convierte en mito cuando hace
algo poco común, como San Martín. Bajan varias manos. Franca se enoja.
San Martín no es un mito, dice. Es historia y fue verdad. Cuando agrega
eso último parece dudar. ¿Qué pasa, Franquita, por qué ponés esa cara?,
pregunto. Porque no está segura, profe, dice cosas y no está segura,
acota alguien, no sé quién. Porque ahora no sé otra cosa, contesta
Franca con demora. ¿Qué no sabés? Me mirá a través de sus lentes, es tan
rubia que su pelo parece blanco. No sé qué es la historia. Lo dice con
gravedad. Lo nota todo el curso. Se hace un silencio largo, reflexivo.
Al fondo, Jorge levanta la mano. Sí, Jorgito, dale. La historia es un
mito. Gustavo se agarra la cabeza. Niega. Y agrega: Jorge, decime una
cosa, ¿te pensás que todo lo que hicimos desde primer grado hasta ahora
fue un mito? Jorge abre los ojos y sonríe de costado. Se para y lo
empuja. Sí, yo soy Sirifo y vos la piedra. Todos se ríen y alguien, no sé quién, lo corrige. Es Sísifo, Jorge, Sísifo[1].
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Úrsula es una nena educadísima y
amorosa. Tiene diez años, va a quinto grado. Mientras esperamos que
vengan a buscarla me dice que con esto de las nuevas reglas me
interrumpieron justo, entre el final del cuento y la parte de las
preguntas; que a ella lo que más le gusta de la clase de filosofía es
eso, la parte de las preguntas. Lo repite como para no dejar lugar a
dudas. Cuando mis alumnitos se refieren a las preguntas que nos hacemos,
suelen agregar la palabra “difíciles”. A Úrsula le gustan las preguntas
difíciles y le molesta que interrumpan la clase por una cosa tan poco
importante como las reglas nuevas. Lo dice ella, que a los ojos de la
normatividad imperante es un ejemplo. Lo dice fuera del aula, en el
pasillo. Me lo dice a mí. Después me mira y sonríe. Le digo que a mí
también me gustan mucho las preguntas. Los dos sabemos qué es lo
importante.
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Hoy vi por primera vez cómo un alumno de
sexto grado se reía a las carcajadas. Siempre se sienta al fondo, es
muy serio y habla en neutro. Tiene once años pero me saca media cabeza.
Dicen los diagnósticos que tiene asperger. Los compañeros son muy
pesados y él tiene menos paciencia que yo, enseguida se enoja. Pero hoy
fue distinto. Se quedó charlando conmigo al final de la hora mientras a
nuestro lado se desplegaba esta escena: Mateo, en crocs, toca con la
planta olorosa de su pie a todo el que pasa a su lado, muchos se ríen,
otros le dicen que es un asco, yo no me meto, que se regulen solos;
Jerónimo entra corriendo al aula, ve el par suelto de las crocs, sin el
pie de su dueño, y se la lleva; Mateo lo persigue de atrás y este niño, a
mi lado, estalla en risas. Cuando recupera el aire dice que es la
primera vez que entiende un chiste de sus compañeros, que nunca entendió
los chistes de Mateo y que esto fue increíble –así adjetiva. No sé
cuánto tiene que ver la clase de filosofía con esto, puede que nada,
pero estoy seguro de que en un orden más apegado a las normas
institucionales promedio Mateo no hubiera jugado a tocar con su pie
oloroso al resto, Jerónimo no le hubiera choreado la croc y un niño
seguiría sin entender los chistes, preocupado por no tener una risa en
común con sus compañeros.
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Estamos a fin de año. Lo sienten ellos,
lo siento yo. Las clases se diluyen en juegos, en chistes, en peleas. No
me opongo a nada y termino cautivo, transpirado de correr y saltar. Así
salgo de quinto y entro a tercero. Están mucho más sosegados. Me
preguntan qué pasó con las historias de marcianos. Quieren saber el
final y les digo que no hay. Thiago se sorprende y dice que entonces
nunca van a saber si soy marciano o no. En seguida saltan todos los que
no me creen, me ponen a prueba, piden antenas, naves, trucos. Sostengo
la historia de siempre, como hice todo el año. Me llevan de la mano a la
sala de café. Preguntales a las seños de qué planeta sos, a ver si es
cierto lo que decís, exige Melanie. Está enojadísima. Pregunto y se
confirma mi marcianidad por boca de las seños. ¿Qué más quieren? ¿Qué
otra prueba necesitan?, les digo, dolido. Una de las tres Almas me
abraza y me pide perdón. Perdón, profe. Me explotan los ojos de lágrimas
y no puedo decir nada. Es un abrazo largo. El resto me mira. Perdónenme
ustedes, pienso, por ser esto. No te preocupes, Almita, le digo y me
seco los ojos mientras Valentín le pregunta a Lucas por qué estoy
llorando. Me parece que extraña Marte, dice Lucas, con la mano al
costado de la boca, tratando de que no lo escuche.
[1]Personaje
mítico de la cultura griega, condenado a un castigo ejemplar: debe
cargar, eternamente, con una gran roca hasta la cima de una montaña.
Cada vez que consigue aproximarse a la cima, la roca lo vence y rueda
ladera abajo, por lo que debe reemprender la tarea.
*Joaquín Vazquez, (Rosario, 1990). Profesor y
licenciado en Filosofía. Docente de la Universidad Nacional Río Cuarto,
Instituto de Formación Docente Continua Villa Mercedes, IFDCVM. Publicó Continuidad y separación, antecedentes conceptuales de lo divino en Plotino (filosofía, UNiRío, 2016), La voz en los maderos (poesía, Cartografías, 2016), Crónicas de infancia (crónica/microrrelato, Kintsugi, 2018), El nacimiento de un genio (cuentos, Trench, 2019) y Observaciones sobre las plantas (poesía, HD, 2020).
Entrada No. 208
Autor: Joaquín Vazquez. Autor de la intro: Adolfo Córdova
"Crónicas de Infancia. Filosofía con chicos para grandes y chicos",
Kintsugi Editora.
ISBN: 9789874679833
Ilustración de portada: Francisco Cunha
Fecha original de publicación: 20 de noviembre de 2020