Lola Larra.
La mayoría de lo estudiantes chilenos con los que hemos conversado en estos años y que ahora son los protagonistas del estallido social en Chile, recuerdan poco de la revolución de los secundarios del 2006. Tal vez un tío, un hermano mayor, o su propia profesora, les haya contado lo que sucedió hace trece años, cuando ellos apenas tenían 3 o 4. Sin embargo, fueron ellos los que este octubre saltaron el torniquete del metro, reclamaron la subida de 30 pesos del pasaje y dinamitaron la normalidad y la percepción que se tenía de este país aparentemente incólume, isleño, a salvo, ejemplo de laboratorio del triunfo del neoliberalismo en Latinoamérica.
Hay una figura que en los últimos tiempos se ha hecho muy popular en el ámbito del fomento lector: la del ‘mediador de lectura’. Una persona que construye condiciones favorables para la apropiación y la participación en el mundo de lo escrito, de personas que no han tenido la posibilidad de disfrutar de esas condiciones (es una definición del profesor Felipe Munita). Se podría pensar que la lectura, ese acto solitario, silencioso, individual, no necesita de estos intermediarios. Sin embargo, en la práctica funciona. Las experiencias de lectura en colegios y bibliotecas son muy distintas desde un grado cero de la mediación o si en cambio, existe un bibliotecario, un maestro, un mediador, que, desde su propia relación personal con los libros, ofrece herramientas para superar los escollos de una educación deficiente y fallida que nos ha alejado de la lectura.
Gracias a una novelal ilustrada Al sur de la Alameda sobre ‘la revolución de los pingüinos’ publicada en 2014, el ilustrador Vicente Reinamontes y yo hemos visitado desde entonces colegios, urbanos y rurales, en muchos lugares de Chile y en otros países. En estas reuniones con estudiantes (que han funcionado siempre que ha habido un buen mediador) solemos hacer un taller que intenta recuperar el valor literario, gráfico y comunicacional de las consignas políticas. Los estudiantes trabajan sobre algún problema que aqueja a su comunidad, a su país o al planeta; lo resumen en un eslogan y lo dibujan en una pancarta. En estos años, y en lugares muy distintos, los temas que han preocupado y que preocupan a los estudiantes se repiten una y otra vez: el malestar por el estado de la educación, la desigualdad, el bullying, la discriminación, el maltrato animal. Desde hace un par de años irrumpió la crisis climática con mucha fuerza, y más recientemente también la inmigración y el feminismo.
En estos encuentros aprovechamos para conversar sobre las manifestaciones y tomas del 2006 y el 2011 ocurridas en Chile, pero también sobre la historia de los movimientos estudiantiles pasados y recientes alrededor del mundo. Y sobre cómo la mayoría de ellos ha comenzado como una respuesta rápida a una injusticia puntual que dispara la indignación. Lo que enciende la llama de las protestas no suelen ser grandes ideas ni conceptos abstractos sino la legítima defensa hacia una medida concreta que nos vulnera. A partir de allí, a veces surge una reflexión más profunda y también demandas en torno a problemas estructurales más complejos, globales, sistémicos.
Mayo del 68 partió porque los estudiantes de París Nanterre pedían que se flexibilizaran las normas de su universidad; y solo cuando el movimiento creció, la protesta se volcó hacia reivindicaciones sociales, culturales y políticas de mayor calado: contra el capitalismo, contra la represión sexual, contra la sociedad de consumo, contra el colonialismo. En los primeros días de protestas que en China desembocaron en la matanza de la Plaza de Tiananmén, en 1989, los estudiantes solo pedían mejoras de las condiciones en los comedores y en las residencias. Luego pasaron a exigir reformas políticas sustanciales, como la apertura del régimen, libertad de expresión y democracia. Los pingüinos del 2006 en Chile reclamaban al principio un bono de transporte, becas alimenticias y la gratuidad en la PCU. Tras semanas de movilizaciones, exigieron una educación gratuita y de calidad para todos, y la derogación de una ley heredada de la dictadura. De lo pequeño a lo global. De lo contingente a lo estructural.
La mayoría de lo estudiantes chilenos con los que hemos conversado en estos años y que ahora son los protagonistas del estallido social en Chile, recuerdan poco de la revolución de los secundarios del 2006. Tal vez un tío, un hermano mayor o su propia profesora, les haya contado lo que sucedió hace trece años, cuando ellos apenas tenían 3 o 4. Sin embargo, fueron ellos los que este octubre saltaron el torniquete del metro, reclamaron la subida de 30 pesos del pasaje y dinamitaron la normalidad y la percepción que se tenía de este país aparentemente incólume, isleño, a salvo, ejemplo de laboratorio del triunfo del neoliberalismo en Latinoamérica.
Mientras a los adultos nos embargaba el pánico, la fragilidad, la tristeza, la euforia adolescente, o todas las anteriores, fueron ellos los que continuaron sin miedo en la calle, día tras día, a pesar del estado de emergencia, del toque de queda, de las agresiones desmedidas de militares y carabineros, de las violaciones a los derechos humanos, de la lista negra de detenidos, heridos y muertos. Son ellos los que siguen ahora, tras semanas de protestas, repletando las calles de un país que ya nunca podrá volver a ser el que era. Los que nos han dado un bofetón en la cara para advertirnos que vivíamos en un equilibrio delicado e insostenible. Los que demuestran que lo que sucede allá afuera, en Hong Kong, en Beirut, en Caracas, nos afecta y nos compete, porque estamos indefectiblemente conectados. Son ellos, conscientemente o no, los que recogieron la posta del espíritu que animó a los pingüinos del 2006: que el bien común es algo a lo que no podemos renunciar.
El paso entre el reclamo por los 30 pesos de la subida del metro y los 30 años de desigualdad, precariedad e injusticia, se dio en un suspiro, mucho más rápido que en París del 68, o que en cualquier otro movimiento estudiantil; y se reflejó de inmediato en las consignas callejeras, en los memes ingeniosos, en las pancartas desafiantes y mucho más sagaces que los titulares de la prensa. Sin líderes visibles, sin caudillos carismáticos, sin partidos políticos que los arroparan o que aprovecharan el tirón, ha sido la torpe e irresponsable reacción del gobierno la que, lejos de apaciguar, logró aclarar muy pronto cuáles eran las verdaderas demandas: por la dignidad, por la educación, la salud, las pensiones… por una nueva constitución. Las reivindicaciones son muchas y variadas, pero la obscena desigualdad de este país está en el centro de todas ellas.
El brío por el colectivo y la conciencia ciudadana ahora inunda una sociedad hasta hace poco apática e individualista. Los cabildos y las asambleas que se suceden en cada barrio y en cada gremio, han servido al principio como terapia grupal para el estado de bipolaridad e incertidumbre, pero también para definir un camino a seguir. Sin embargo, igual que con la lectura, para que este impulso no se desinfle, para que esta experiencia nos lleve a otras, a otros escenarios posibles, a otras narrativas deseadas, necesitamos de mediadores. Porque en un país donde el tejido social fue desmembrado y la educación pública arrasada, no hemos tenido la posibilidad de disfrutar de las condiciones necesarias para ser lectores lúcidos de nuestra sociedad, para ejercer como ciudadanos, para entrenarnos como agentes de cambio.
En esta gran aula abierta en la que se ha ido convirtiendo el país en los últimos días, hacen falta mediadores que puedan canalizar este descontento, estas ganas de cambiar las cosas; personas que puedan dialogar, conciliar las posturas enfrentadas, formarnos, instruirnos. Ya está pasando. En los cabildos hablan profesores, explican, ilustran, y los participantes preparan temas, los exponen, todos los discuten. Hemos vuelto a ser estudiantes. Hemos recuperado el ágora. Ojalá no volvamos a perderla.
Recuerdo los nombres de los mediadores que nos han acompañado en estos años. Maggi Bucarey, en la Araucanía. Nacho Muñoz, en Lonquimay. El tío Lalo, bibliotecario de Puerto Octay. Karen Coronado, en Valdivia. El maestro José Natividad de Tecolotlán, Jalisco. La profesora Emma Cabal, en Oviedo. Manuel Garrido, promotor de lectura de Sevilla. La líder estudiantil Sarah Elago, en Manila. La librera Sara Momo, de Ravenna…
Recuerdo sus nombres porque eran ellos los que cada día marcaban la diferencia en sus aulas, en sus espacios. Sus estudiantes seguro que también los recordarán. ¿Qué nombres vamos a recordar nosotros? ¿Qué nombres, qué maestros, qué mediadores nos ayudarán a apropiarnos y a participar de este nuevo relato que queremos para Chile?
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