Infancia, dictadura y migración.

La migración y el terrorismo de Estado suelen cruzarse. 
Muchos libros narran hoy los desplazamientos forzados que tuvo que atravesar mucha gente, 
con frecuencia niños, niñas, adolescentes solos, 
a causa de los gobiernos dictatoriales y fascistas del siglo pasado, 
espejo de los que hoy han vuelto revitalizados y bajo un traslúcido velo de democracia, 
como hemos visto recientemente en España, Líbano, China, Estados Unidos, Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Venezuela, Brasil, Argentina, Chile… 

Adolfo Córdova,
Entrada No. 189. del
Desde Chile, Lola Larra, una de las autoras de Al sur de la alameda, reconoce en el emotivo y lúcido texto Las consignas, los estudiantes y los mediadores (Apuntes sobre el estallido social en Chile)” cómo muchas de las resistencias y quiebres ante estos gobiernos son protagonizadas por jóvenes estudiantes: “…fueron ellos los que este octubre saltaron el torniquete del metro, reclamaron la subida de 30 pesos del pasaje y dinamitaron la normalidad y la percepción que se tenía de este país aparentemente incólume, isleño, a salvo, ejemplo de laboratorio del triunfo del neoliberalismo en Latinoamérica. Mientras a los adultos nos embargaba el pánico, la fragilidad, la tristeza, la euforia adolescente (o todas las anteriores), fueron ellos los que continuaron sin miedo en la calle, día tras día, a pesar del estado de emergencia, del toque de queda, de las agresiones desmedidas de militares y carabineros, de las violaciones a los derechos humanos, de la lista negra de detenidos, mutilados, heridos y muertos…”.
Y cuenta también cómo hacen falta mediadores y lecturas compartidas para que esa resistencia se entierre y florezca. Una posibilidad para lograrlo son libros que nos hacen recordar para reconocer qué es continuidad y cómo accionar la ruptura. Dos publicaciones excepcionales aparecieron este año en Chile: Infancia/Dictadura. Testigos y Actores (1973-1990) de Patricia Castillo Gallardo (Lom Ediciones, 2019) y El diario de Francisca. 11 de septiembre de 1973 editado por Patricia Castillo y Alejandra González (Hueders, 2019).
El primero recupera el contenido de una exposición homónima con diversas creaciones de niñas y niños realizadas entre 1973 y 1990. Testimonios en dibujos, diarios, fotografías, cartas, postales, entrevistas, de un vida cotidiana que, al mirar desde una posición secundaria, ve más claramente a los actores principales, los adultos, en escena, pero también el escenario, y lo hacen desde la butaca o tras bambalinas, jugando entre cables y utilería, mientras llega su turno de salir brevemente a escena.
Dice Patricia Castillo en este libro: “… niños y niñas, en su condición de testigos, iluminan cuestiones particulares de la experiencia con la violencia de Estado, asuntos a los cuales no es posible llegar desde los relatos del mundo adulto. Ello tiene para nosotros una explicación tan simple como bella: los niños y niñas viven en lo cotidiano, y, por tanto, bajo su mirada acontece la experiencia y no lo extraordinario (…). En otras palabras, el horror no tiene narradores, no hay experiencia del horror, sólo ruptura, fragmentación y desconcierto, y por ello la vida cotidiana y sus matices pueden ser narrados y transmitidos en su complejidad por quienes vivieron la violencia como una rutina, sin memoria de un tiempo otro en el que las cosas funcionaban de otra manera…”.
Además de recuperar el valiosísimo contenido de la exposición, en el libro se incluyen ensayos críticos de Alejandra González Celis, Rafael Mondragón Velásquez, Antonia García Castro y de la propia Patricia Castillo. En el que abre, de su autoría, muestra el doblez del aparente rol secundario de los niños y niñas: los actos de resistencia o complicidad. “Las prácticas de resistencia de la niñez fueron un modo de acercarme a lo que desconcierta, a lo que escapa, a la ternura de la desobediencia y a los inesperados gestos de amor. En este camino, los niños y niñas se fueron transformando, ante mi mirada, en actores políticos, interlocutores plenos. Hoy pienso más en sus tácticas que en sus fragilidades, en sus formas de resistir y subjetivarse más que en los delitos que contra ellos se cometen”.
Esa posición ocupan los protagonistas de libros que ya he abordado en el blog como La composición de Antonio Skármeta y Alfonso Ruano (Ekaré, 2000) o Pequeños Combatientes de Raquel Robles (Alfaguara, 2013). Se suma Francisca con su diario, incluido en la exposición Infancia/Dictadura, y editado de forma íntegra por Hueders como El diario de Francisca; acompañado igualmente por notables análisis de diversos especialistas. Francisca Márquez es una niña de 12 años que comienza un diario el 12 de agosto de 1973. En él registra la normalidad y su ruptura, antes y después del Golpe de Estado.
Francisca se integra también a la cronología de escasas publicaciones escritas por niños y niñas que compartí en otra entrada este año (y a la que ya he realizado una actualización para agregar este diario). Allí, por supuesto, está el Diario de Ana Frank. El “zurcido invisible”, que une a todas las ficciones según Federico Campbell, es evidente con el El Diario de Francisca; de hecho, muestra sus maravillosas puntadas, pues Pancha lo menciona y activa así el universo de referencias que es toda obra:
Querido Diario:
Como ya he dicho, estoy leyendo el diario de Ana Frank. Ella le dedicaba a su muñeca KITTY las cartas que escribía. O sea, su Diario.
Yo te llamo solamente Diario. Para mí tu eres una amiga que me escucha y me tranquiliza. Yo siempre te he llamado Diario, porque al principio no comprendía muy bien lo que era un Diario.
A mí me decían que me habían regalado un diario y yo te llamaba Diario. Pero ahora yo comprendo que tú eres mi amiga.
Todo esto lo he comprendido leyendo este Diario de una niñita muy parecida a mí (por sus pensamientos). Por eso he decidido ponerte un nombre para que seas una verdadera amiga. Y no un “Diario”, ya que para mi la palabra “diario” no significa una amiga. Te bautizaré como PAULA. Te pongo PAULA porque yo tuve una amiga a la cual le conté todos mis secretos, y ella me escuchaba y aconsejaba….

Mi guerra ajena y Evelina y las hadas

En El Diario de Francisca hay algunas menciones al desplazamiento forzado, como cuando Pancha cuenta lo que escucha en la radioHoy día todos los cubanos se fueron de Chile. Y se cortaron las relaciones con Cuba. De igual forma en el libro Infancia/ Dictadura hay testimonios de niños y niñas fuera de Chile o que vuelven a Chile y recuerdan el país ¿extranjero? en el que crecieron, como en Exiliaditas, el reciente libro de Florencia Ordóñez, del que hablaré la próxima semana, o en otra joya autobiográfica: Mi guerra ajena de Marina Colasanti (Babel Libros, 2013).
Mudarse para esta autora fue la constante. Muy al principio de su vida, por el trabajo de su padre; luego, huyendo de la guerra. Y mientras tanto, en ese mientras que ocupan los niños en el tiempo activo de los adultos, Marina aprende a leer gestos y letras entre rugidos de avión, sirenas de alarmas y explosiones de bombas. Creciendo, igualmente, fascinada por todo lo nuevo y por la belleza de la naturaleza, también en mudanza perpetua.
En el menú de mi familia había abundancia de mudanzas, nuevos países, nuevas casas, nueva vida para organizar, pero ese postre, el paseo, nunca alcanzaba a ser servido. Pero un día lo fue.
Era casi un deber, viviendo en Como, ir a visitar Villa Carlota en el periodo de Floración (…). El mundo en aquel momento estaba cerrado para nosotros, pero no Villa Carlota. Tomamos una barca para llegar allá (…). La barca, la llegada el interior de la villa, nada he conservado en mi memoria. En cambio, sé del azul del cielo y del agua, de un viento ligero, casi chispeante, que estaba soplando. Y sé del golpe de belleza con que las extensiones de flores se imprimieron en mí, indelebles (…). Era plena guerra cuando hicimos el paseo. Ya se preveían los grandes bombardeos que habrían de destrozar el norte de Italia, y nuestra familia se preparaba para dejar Como. Pero en aquella villa encantada la floración seguía su curso ajena a cualquier conflicto, y los jardineros se encargaban de que fuera así.
Todas esas historias posibles ocurrían en los anchos márgenes de los campos de batalla, los márgenes del horizonte en el que seguía saliendo el sol, en los que la gente se despertaba y se iba a dormir, iba al baño y se sentaba a comer. “La guerra nos respiraba en la nuca. La vida, sin embargo, se obstinaba en seguir”, escribe Marina.

Canciones, nacimientos, deberes, festejos mínimos, travesuras, peleas domésticas, raspones, lavadas de sábanas en el río, pactos de sangre, supersticiones y angustias provocadas por la ausencia de un hada. El libro de Marina se mezcla en mi memoria lectora con el de Simona Baldelli: Evelina y las hadas (Roca editorial, 2015), una preciosa novela que ocurre de forma paralela al tiempo que Marina narra en Italia, como si fuera un libro hermano, con otra niña como protagonista.
Evelina y las hadas está basada en los recuerdos de los padres de la autora, como el Stefano de María Teresa Andruetto, inspirado en el viaje de su padre de Italia a Argentina. Cuenta la vida en el campo de una niña de cinco años, casi tan pequeña y autónoma como Elvis Karlsson, que empieza a convivir con “los desplazados” a los que su familia ofrece albergue en un almacén.
Entre los desplazados llegan niños y Evelina y sus hermanos compartirán con ellos asombros y terrores. Pájaros negros de los que se avientan paracaidistas, hombrecillos de arena que se meten en los ojos y hacen llorar, una criatura llamada Sparvengle que come almas, una joven judía escondida en el granero, brujas y dos hadas: la Boba y la Negra, que se integran al realismo mágico de la narración.
Algunos desplazados, dice Evelina, “tenían todo el cuerpo transparente; otros, sólo una parte”. Esa caracterización, que tan bien refleja el sentimiento de muchos migrantes, se sostiene a lo largo de la novela:
Y, mientras regresaba a casa, Evelina notó lo mismo que había visto el día en que habían llegado los desplazados y estaban frente al fuego de la cocina: la luz de la luna los iluminaba de un modo extraño. Algunos parecían enteros; otros, en cambio, tenían partes del cuerpo que parecían hechas de humo. Los rayos de la luna dibujaban sombras que se confundían con las siluetas y no quedaba claro si eran personas reales o almas en pena.
Pero la propia Evelina verá la piel de su propia familia tornarse transparente, cuando ellos también deban huir. Llena de descripciones sencillas pero poéticas y diálogos que suenan familiares, pero tienen algo de extraordinario, la novela fluye con la claridad de un río deshelándose. Y así nos deja al final, con un beso ya cálido lanzado al aire para las hadas, pues al fin termina la guerra.
La inteligencia y ternura de Evelina son memorables. Igual que la niña en el autorretrato de Marina Colasanti. Y bien afirma Marina que a los cuatro años de edad “ya se sabe, y con cuánta agudeza, leer la ansiedad en el rostro de los adultos”.
Colasanti mezcla los recuerdos de su infancia con los relatados por su familia o aquellos elaborados a partir del álbum de fotos; mezcla una cronología de datos y acontecimientos sociopolíticos, el fortalecimiento de Benito Mussolini, el avance de Hitler, que dan dimensión histórica, con otros momentos íntimos, como soñar con la jungla de Brasil, la tierra prometida en la que se refugiarán y en donde, sin embargo, tampoco se librará de la guerra; y mezcla la voz en copretérito con un presente que irrumpe en los párrafos para hacernos ver y sentir, directamente, a su lado. No oculta la tristeza pero tampoco la excitación que representaban muchos de esos desplazamientos, y cuánto esfuerzo debían hacer su hermano y ella por disimularla y permanecer callados. “No era hora de jugar, el silencio era una exigencia”. Así, con estas tensiones formales y de contenido, da complejidad y humanidad a su propio personaje… y al lector. Devuelve sustancia, solidez, cuerpo al desplazado que Evelina veía desvanecerse.
La guerra que salvó mi vida y Refugiado

“La guerra es apenas un juego bélico para quien la hace y para la historia. Para quien la vive en su cotidianidad es una imposición que establece la inseguridad, obstruye el futuro y se soporta únicamente gracias a la certeza de que algún día habrá de acabar”, escribe también Marina Colasanti en Mi guerra ajena. Y esa esperanza es compartida por los protagonistas de La guerra que salvó mi vida de Kimberly Brubaker Bradley (Loqueleo, 2015) y Refugiado de Alan Gratz (Loqueleo, 2018).
La primera es como un cuento de hadas moderno. Y por eso hay una madre (a la que se convertía en madrastra en aquellos cuentos) muy cruel, un padre muy ausente y una niña muy valiente. Ada tiene diez años, no sabe caminar pues tiene un pie torcido y su mamá no ha querido que aprenda, le avergüenza. De hecho, le tiene prohibido salir del apartamento en el que viven. Pero de a poco, a escondidas, Ada aprende a caminar y cuando se entera que los niños y niñas de Londres están siendo trasladados al campo para salvarse de las bombas de Hitler, planea un plan de escape con su hermano Jamie, de seis años. Escapará de Hitler y de su madre, crítico paralelismo entre paternidad y dictadura, y encontrará en el campo un nuevo hogar con alegrías, al fin, pero nuevas y duras pruebas.

El segundo (Refugiado) es una novela a tres voces, inspirada en algunos acontecimientos y personajes reales y en tono de vertiginosa crónica periodística. A pesar de que su diseño de portada y paratextos (información en solapa y contraportada) reproducen una estética cinematográfica un tanto sensacionalista (uno se pregunta: ¿quieren que leamos por morbo o por empatía?), nada más entrar a la narración empiezan a cobrar hondura los tres chicos, en sus tres épocas distintas, que de alguna manera habrán de cruzarse. 
1939: Josef, un niño judío alemán se embarcará con su familia en el tristemente célebre barco MS St. Louis, con la esperanza de encontrar refugio en Cuba. También Isabel, una niña cubana, buscará estabilidad en la costa estadounidense en 1994, aprovechando el permiso de Fidel Castro para intentar salir la isla sin que sea penado con cárcel. Y finalmente, Mahmoud, un joven sirio del presente, que buscará llegar a pie hasta Europa.
Más allá de la indudable habilidad del autor para que sigamos leyendo, de los mapas que trazan los recorridos y otros recursos periodísticos útiles al final del libro, que sin duda puede despertar la empatía del lector y el mediador, uno se pregunta si el tono y el tipo de circulación de publicaciones como esta no alimentan la normalización de la crisis migratoria y su exhibición como trending topic, parte de una consumista industria del espectáculo. Queda abierta la pregunta para reflexionar al respecto y alrededor del libro de forma personal y colectiva.

¡Huye! y El camino de Marwan

Finalmente dos libros ilustrados que niños y niñas pueden leer autónomamente y detonar la reflexión. Tanto en ¡Huye! de Marek Vadas y Daniela Olejniková (Barbara Fiore Editora, 2017) como en El camino de Marwan de Patricia de Arias y Laura Borràs (Amanuta, 2016) la amenaza no es un gobierno dictatorial o un grupo violento con nombre y apellido. Al antagonista se lo nombra con metáforas para hacerlo un poco más amable y abierto. O para introducir un elemento fantástico. Así lo describe el niño de ¡Huye!:
Un día sucedió algo muy extraño en nuestro país. Algunas personas se vieron afectadas por una rara enfermedad. Estaban constantemente hambrientas. El hambre las asaltaba a pesar de que había alimentos suficientes: los campos producían, las gallinas ponían huevos y las vacas daban leche igual que antes (…). Pero a aquellas personas, de pronto, nada les bastaba, necesitaban cada vez más. No podían saciarse. Por ejemplo, uno (…) iba a casa de los vecinos, les cogía comida y se la zampaba, saqueaba las cocinas y los graneros ajenos. Nadie podía ponerse en su camino, porque acabaría mal. 
Esas personas terminarán por aumentar de tamaño y convertirse en peligrosos monstruos de los que hay que escapar. 

En El camino de Marwan, el peregrinaje de un niño, un pueblo, sencillamente se justifica así:
Un día ellos llegaron / La noche se hizo más fría, / más oscura, más profunda / y se lo tragó todo. / Mi casa, el jardín, mi pueblo.
Ambos recursos recuerdan el que empleó Graciela Montes en Irulana y el ogronte (Libros del Quirquincho, 1991), alegoría de la dictadura cívico militar: un ogro se da un banquete de casas, personas, calles y hasta perros.
Un perro, Alan, acompañará al niño de ¡Huye!, también su padre. Marwan, en cambio, va con más gente, en caravana, pero de sus padres solo lleva el sonido de sus voces y canciones, el recuerdo de un gato y una almohada, y el sueño de que adelante, después de cruzar la frontera, más adelante, pueda volver y construirse una nueva casa y pedir que la noche / nunca, nunca, nunca / más se haga oscura. Delicado y bello poema que cobra fuerza con el despliegue visual. Equilibrada mancuerna, gran libro.

TERRORISMO DE ESTADO Y LIJ:
Ésta es la entrada número 18 que publico que toca este tema. Aquí el resto:
De Expertos invitados:

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Entrada No. 189.
Autor: Adolfo Córdova
Ilustración de portada de Laura Borràs para El camino de Marwan (Amanuta, 2016).
Fecha original de publicación: 27 de noviembre de 2019.

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