El efecto nocivo del castigo
físico ha sido ampliamente estudiado.
Y, sin embargo, perdura.
Carmen Pérez-Lanzac,
Una madre azota a su hijo en el año 1891. hulton archive / getty images |
Hace un mes trascendía que a una mujer divorciada le fue retirada durante seis meses la custodia de su hijo de once años
por propinarle dos bofetadas porque se negaba a ducharse. Ocurrió tras
la denuncia del padre. El niño llevaba 15 días sin lavarse. Y una hora
después del castigo, seguía con marcas en las mejillas. Un cambio del Código Civil, en 2007, hizo posible una sentencia como esta: quedó borrado el denominado “derecho de corrección” de los padres hacia los vástagos.
En el contexto privado del hogar, cuando los hijos entran en una
espiral de negación (a comer, a dormirse) o si se obcecan en un
comportamiento errático, no es tan raro que el padre o la madre, fuera
ya de sí, propinen un golpe supuestamente correctivo que, además,
resulta eficaz para zanjar la situación. Pero si hace 20 años pegar a
los niños para disciplinarlos estaba aceptado, hoy no es así.
Uno de los primeros reconocimientos del golpe como corrector lo
encontramos en el proverbio 13 versículo 24 del Antiguo Testamento:
“Quienes no emplean la vara de disciplina, odian a sus hijos. Los que en
verdad aman a sus hijos se preocupan lo suficiente para
disciplinarlos”. El motivo de nuestra transigencia con la agresividad
nace del hecho de que en nuestra sociedad la violencia está normalizada, dice Andrea Zambrano, coach y autora del libro Educar es emocionar (Paidós, 2018) e impulsora del método Aeiou (basado en la educación en clave positiva) para padres.
A finales del siglo XIX en Inglaterra surgió el concepto de malcriar.
Dar cariño, tomar al bebé en brazos y darle el pecho no estaba bien
visto. Entonces se pensaba que había que educar con mano dura. Reglas,
cinturones, paletas, palos, varas, zapatillas… Son algunos de los
artilugios usados por padres y profesores para dar palizas a los niños, y
la literatura está plagada de ejemplos. Charles Dickens describió en
1837 la dura vida de un huérfano, Oliver Twist, que vivió en internados
de Londres y recibió golpes durante toda su infancia. A principios de
los años ochenta, media España vio cómo el padre de Javi, uno de los
personajes de la serie Verano azul,
le propinaba a este un bofetón por desnudarse delante de unas
desconocidas que lo habían lanzado al agua. Y un último ejemplo
cinematográfico más cercano: en la película Tenemos que hablar de Kevin, de 2011, una madre reconcomida por su problemático hijo lo lanza al suelo desde el aire, rompiéndole el brazo.
Siempre hubo personas que no estuvieron de acuerdo con la violencia física y entre estos destaca uno de los filósofos más importantes del siglo XVII, John Locke, que dedicó parte de su obra a analizar el papel del castigo en el proceso educativo. Escribió el tratado Algunos pensamientos sobre la educación,
que dirigió al marido de una prima, al que aconsejaba sobre cómo criar a
sus hijos. Locke insistía en la importancia de educar física y
racionalmente, pero en lo referente al uso del castigo corporal tenía
una idea revolucionaria para su época: pensaba que los golpes terminaban
generando malas personas. “Entendía que era muy importante someter a
un baño de estoicismo la educación de los niños, enseñándoles a
controlar sus pasiones y a someterlas a la razón”, afirma el filósofo
José Carlos Ruiz, autor de El arte de pensar (Almuzara, 2018).
Locke creía que el verdadero arte de un padre era el de conservar la
atención activa y consciente del niño, sin paralizarlo por el miedo,
tratándolo con disciplina y dulzura. Locke sí reconocía el castigo, pero
lo reservaba para cuando existía un comportamiento inapropiado que
perseveraba y se demostraba testarudez a la hora de no rectificar.
Los padres jóvenes no están a favor de los golpes correctivos, según un estudio de 2016. Está habiendo un cambio generacional.
Expertos y estudios han ido llegando a las mismas conclusiones que
Locke. En 1963, el psicólogo canadiense Albert Bandura hizo un
experimento que demostró que los niños copiaban el comportamiento de los
padres incluso en los golpes que propinaban a un muñeco porque
previamente habían visto a sus padres hacerlo. Antes, en 1946, el pediatra Benjamin Spock, en El libro del sentido común del cuidado de bebés y niños,
aconsejó a los padres que vieran a sus hijos como individuos y dejaran
de aplicarles recetas preconcebidas sobre si debían ser cariñosos y
tomarlos o no en brazos. Lo acusaron de fomentar la permisividad. El
libro fue un éxito global: vendió 50 millones de ejemplares en 39
idiomas.
En 2019 los estudios siguen demostrando que a los padres que educan a
sus hijos con mano dura les sale el tiro por la culata. Entre 1998 y
2000 un estudio estadounidense con 5.000 niños demostró que los menores
que recibían golpes correctivos tenían comportamientos más agresivos.
Otro de 2014 demostró que madres de clases bajas que recibieron golpes
por parte de sus padres, golpeaban a sus hijos en el intento de evitar
futuras rebeldías. “Resumiendo”, dice el neuropsicólogo Álvaro Bilbao,
que imparte el curso online Educar en Positivo, “se meten en
más problemas, tienen más posibilidades de que los echen del colegio y,
llegado el caso, incluso tienen más riesgo de tener embarazos no
deseados”.
La aceptación del golpe como corrector está sufriendo una importante
caída. El 62% de los españoles no ven aceptable la violencia hacia los
niños, según un estudio de la revista Children and Youth Services Review
(en Noruega, el 87%). Una encuesta estadounidense de 2016 concluía que
los padres jóvenes no estaban a favor de los castigos físicos y sugería
que se estaba dando un cambio generacional. El motivo es que estamos
asistiendo a un giro copernicano en lo referente al tema educativo. “Se
trata de dos acepciones de la palabra educar: educere (ex-ducere) frente a educare”, sostiene Ruiz. Educare
es la concepción clásica, significa instruir, formar, conducir… Ha sido
el paradigma educativo de siempre, en el que se ponía el foco en el
educador que suministraba lo necesario para la formación del menor. Esta
concepción presupone que el niño no puede desarrollarse en plenitud por
sí mismo. La segunda concepción, ex-ducere (educere), es la
que se está imponiendo: la educación se entiende como una extracción,
saca desde dentro del propio sujeto y desarrolla las potencialidades que
ya tiene. Esta segunda opción puede conducir al paidocentrismo: se hace solo lo que le gusta al niño y se organiza la vida en torno a él, que se sabe divinizado y se convierte en un tirano.
Para llevar a cabo una educación libre de violencia, primero los
padres necesitan el autocontrol para superar lo aprendido (y sufrido).
Lo que suele suceder es que cuando notan que les faltan recursos,
pierden confianza en sí mismos, les sale el miedo, y la bofetada es una
reacción a este temor, dice la psicóloga Marisa Moya. “Reaccionan desde
la reactividad, cuyas bases son el miedo y la ira. Necesitan
desarrollar habilidades sociales para tener autocontrol y
autorregulación”. En noviembre pasado, la Sociedad Americana de
Pediatría recomendaba a los padres aprender formas positivas de enseñar.
En España los colegios invitan a veces a expertos para que compartan métodos positivos de enseñanza
y también existen iniciativas privadas. Para explicar el maltrato,
Álvaro Bilbao se ayuda de una fábula oriental. Toma un tablón de madera y
le pide al padre o madre en cuestión que clave en él un clavo cada vez
que golpee a su hijo. Durante la semana siguiente, le pide que saque un
clavo cada vez que logre ahorrarse el bofetón. El ejemplo ayuda a tomar
conciencia del maltrato: los agujeros que quedan en la madera son las
cicatrices que guardan los niños por los golpes recibidos; les
acompañarán toda la vida.
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