La escuela como fábrica de disparates -ayer y hoy-


Eso estaría muy bien si no fuera porque todos esos disparates 
ya estaban ahí mucho antes de WhatsApp, los móviles o la LOGSE.
  
Mariano Fernández Enguita,


Es habitual en las salas de profesores que cualquiera lea, para regocijo de los demás, un disparate escrito por algún alumno en un ejercicio o un examen, como lo es entre los padres contarse algunas afirmaciones surrealistas de los niños, pues pueden ser muy divertidas. Tanto que, hace ya más de medio siglo, Luis Díez Jiménez, quien fuera profesor del Instituto Nuestra Señora de la Victoria (más conocido como “Martiricos”), el más antiguo de Málaga, publicó en 1965 la primera Antología del disparate, con tanto éxito que siguieron varias más (segunda, nueva, psicodélica) hasta mediados de los ochenta. El autor murió en 2007, pero sus libros todavía han conocido reediciones hasta 2016. En un curioso sitio web muy vintage, José Gómez Gómez, maestro zamorano-barcelonés, ha mantenido mucho tiempo una página con el mismo nombre y similar contenido.

El año pasado otro profesor de enseñanza secundaria y autor literario, Miguel Sandín, publicó El Lazarillo de Torpes. Hasta donde sé (confieso que no lo he leído, pues tengo una pila virtual en espera), es el relato ficticio-realista de “las divertidas anécdotas de un sufrido profesor de secundaria”, como reza el subtítulo, pero incluye su propia antología del disparate, es decir, su propia recopilación de disparates antológicos de los alumnos en ejercicios y exámenes, y diversos medios se hicieron eco de éstos aun ignorando el resto del libro. Por ejemplo, mi medio de cabecera, El País, cuya revista masculina (con perdón), Icon, lo hizo el 30 se septiembre pasado y ayer mismo, 1 de marzo.
Desde un punto de vista profesional, quizá tendría que explicar la periodista, Sara Navas, por qué no ha visto otra cosa en el libro y por qué se repite sobre el mismo asunto con tan pocos meses de diferencia, pero sin duda parte de la respuesta, al menos, reside en que esos disparates siempre tienen gracia, a fin de cuentas, y uno no puede evitar leerlos. Si quiere unos minutos de humor, los encontrará en los dos enlaces anteriores.
El problema es cuando se empiezan a ofrecer explicaciones fáciles, pero bien recibidas por algunos medios y por una parte del público que quiere oír precisamente eso. Por ejemplo, cuando el propio Sandín atribuye esos disparates a que “esta generación apenas lee” y al “uso abusivo del teléfono móvil” (El País, 30/9/18); al “deterioro generalizado [....] después de la implantación de la LOGSE” (MIAC, 25/11/18); o a que “en los últimos años la juventud actual ha rebajado horas de lectura en favor del uso de dispositivos móviles y aplicaciones como WhatsApp” (El País, 1/3/19).

Esto estaría muy bien si no fuera porque todos esos disparates ya estaban ahí mucho antes de WhatsApp, los móviles o la LOGSE. Entonces se atribuirían, supongo, a la televisión, que se estaba expandiendo, y tal vez a la Ley de Enseñanzas Medias de 1953, o a la masificación del bachillerato (no estoy en condiciones de afirmarlo), como pronto se haría, entre 1970 y 1990, a la Ley General de Educación y la egebeización de la escuela (esto sí está bien documentado). Una parte no desdeñable del profesorado de enseñanza secundaria lleva decenios añorando el paraíso perdido, que siempre es el de la ley anterior, el de antes de los últimos medio de comunicación, etc. Pero hay más.

Por ejemplo, en 1963, el año en que nació Sandín y Díez Jiménez andaría recogiendo los últimos para su libro de 1965. No sólo no había móviles, ni redes ni la maldita LOGSE sino que la tasa bruta de escolarización (todos los alumnos, de cualquier edad) sobre la población de 14 a 19 años (que se correspondería bien con el alumnado actual de Sandín, de segundo ciclo de ESO y Bachillerato, y el pasado de Díez Jiménez, de Bachillerato Superior), era entonces del 20%, frente al actual 97% a los 16 años y 90% a los 17. En otras palabras, los disparates de uno de cada cinco, el mejor educado (el 20% superior, en términos escolares) de los adolescentes de entonces, no tenían nada que envidiar a los  del cien por cien de los adolescentes actuales.

La pregunta inevitable es esta: 
¿y si, en lugar de echar la culpa a las leyes que no nos gustan, o al entorno digital que no terminamos de entender, nos interrogásemos sobre la institución y las prácticas escolares, o sobre nuestras propias prácticas profesionales? O sea, ¿y si, en lugar de echar balones fuera, nos mirásemos al espejo?.
Más allá de la gracia que puedan tener esos disparates (que la tienen, y no no hay nada malo en disfrutarla), no es difícil encontrar en ellos algunos elementos conductores. A veces proceden simplemente de haber oído mal, p.e. la serpiente putón. Otras, de la descontextualización de la pregunta: lo contrario de blanco es negro, de día, carrefour. Pero, más a menudo que otra cosa, lo hacen de la triste separación entre la respuesta correcta a una pregunta y la solución verosímil a un problema o un interrogante reales. Eso es lo que, saltando por encima de medio siglo, une las anécdotas de Sandín con las de Díez Jiménez, las de todos los adolescentes con las del quintil superior de los buenos alumnos, las postrimerías de la LOGSE con las vísperas de la LGE y la era de TVE con la de WhatsApp.

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