La educación ética de las personas adolescentes pasa
porque puedan experimentar las normas, vivirlas y hacerlas suyas.
También porque adquieran interés por lo que ocurre a su alrededor y tengan autonomía.
Fotografía: Teresa Rodríguez |
Los primeros días del mes de mayo llega a las librerías mi último libro sobre los mundos adolescentes (Quiéreme cuando menos lo merezca… porque es cuando más lo necesito, Columna Edicions).
Más allá de que lo considere un tipo de testamento adolescente (tengo miedo de no estar al día en una realidad aceleradamente cambiante que necesitas nuevas voces), se trata de un libro que sistematiza las miradas y las atenciones que los niños y las niñas adolescentes necesitan (el resumen de cuatro décadas de estar con ellas y ellos).
Entre ellas, están las miradas y las respuestas éticas. De una manera específica, he dedicado dos capítulos singulares a reflexionar sobre la ética adolescente y sobre su necesidad de buscar explicaciones al mundo en el que viven.
Educar adolescentes no es tan solo hacer una larga gimcana dominando un conjunto e habilidades educativas. Es, fundamentalmente, un reto permanente de educación en valores. No, no podemos dejar la ética a un laco, como si fuese un tema momentos tranquilos, perdidos. Forma una parte central de la posibilidad de devenir adultos últiles en sus vidas.
Los y las niñas en edades adolescentes están inmersos en procesos de construcción personal, no asumen o aceptan lo que viene de arriba, si no que experimentan, han de escoger y decidir, se mueven alternativamente entre polos contradictorios, les invade el malestar o la falicidada indefinida. En este recorrido, unas u otras opciones suponen más o menos sufrimientos propios y ajenos, formas de ser y de convivir con más o menos compatibilidad con su entorno, salidas de la adolescencia o resultados finales hacia diferentes tipo de ciudadanos y ciudadanas jóvenes. En la mayoría de sus cruces, de sus dilemas y dificultades, no es posible ayudarlos sin utilizar los valores. Cuando las familias o los educadores pensamos en estar a su lado y ser útiles en sus vidas, nos preguntan no sobre cómo podemos hacerlo, sino con qué sentido, con qué pretensión, nos interrogan (deberían hacerlo) sobre la hipotética bondad o maldad de nuestros consejos y orientaciones.
No vale, por tanto, cualquier propuesta. Hemos de pensar en una “ética evolutiva”. Un conjunto de valores, reglas y lógicas culturales que son especialmente válidas para un tiempo de la vida, que permiten probar respuestas a los dilemas de un ciclo vital. Habrá de tener cinco características:
.- Una ética adolescente no puede ser normativa. Es decir, no podemos intentar simplemente transmitirles nuestras normas. Siempre estarán hablando de ética vital, de formas de ser, actuar y comportarse que han de conectar con su vida.
.- No pude ser simplemente transmitida. Los adolescentes no aceptarán la ética como una cosa inevitable para vivir en sociedad. Ha de ser activamente descubierta y construida, ensayada, convertida activamente en algo propio.
.- No puede ser racional, obedecer a principios y postulados sistematizados a partir de la razón. Hemos de pensar en la ética emocional, porque son sujetos inmersos en olas de emociones y sentimientos.
.- No puede ser una propuesta para la seguridad, sino una aportación a la educación para la gestión de los riesgos. La ética ha de servirles para tomar decisiones, no para crear un entorno artificial de “pecado” a su alrededor.
.- Finalmente, no puede ser una propuesta étia de la individualidad. Cualesquiera valores de referencia que propongamos han de tener que ver con alguna comunidad. Todavía son personas que pueden y han de educarse en relación con otros.
Desde otra perspectiva, cuando aplican esta ética a la comprensión del mundo, lo hacen don dos pretensiones:
Evitar que falta de criterior los conviertan en ciudadanos que acepten pronto vivir según los dictados del percado;
evita que se conviertan en personas frágiles de pensamiento, que con mucha facilidad formen parte de los fanatismos más diversos.
En el libro trato de insistir en que, de la misma manera que se define al buen adolescente como un buen escolar, también pensemos que lo es el adolescente que no cuestiona mucho la realidad que le envuelve. Se espera que el buen adolescente ha de tener buenas notas y ser socialmente conformista. Los otros, no se consideran buenos adolescentes, pero lo suelen ser bastante más y devienen en mejores jóvenes y ciudadanos.
Destino el último capítulo del libro a sugerir cómo algunos días nuestra preocupación adulta debería de cambiar de signo. Si la mayor parte del tiempo nuestra preocupación se centra en los líos en los que se meten, en algún momento deberíamos estar preocupados por si los hijos no se meten en líos. Las familias más angustiadas deberían de ser aquellas con hijos conformistas que hacen nada, en ningún momento, si solos ni acompañados, por cambiar alguna cosa del mundo en el que viven, aunque sea el de su amigo o sus compañeros de clase.
No educamos éticamente, no hacemos posibles otros jóvenes si nuestros adolescentes pueden llegar a convivir con la injusticia y no mueven un dedo por reducirla.