(APe).-
Me lo cuenta un integrante del Servicio Penitenciario, en esas charlas
que se dan en la cárcel entre un docente y un agente de seguridad. En
esas pocas charlas que se dan entre actores que, aun en un mismo espacio
físico y con una misma población, comparten la obvia distancia de
objetivos muchas veces irreconciliables: la educación como herramienta
de transformación y la vigilancia como herramienta de control.
Pero se dan esas charlas excepcionalmente y, a veces, construyen un sentido similar, una observación compartida, lo inevitable de una realidad
que
sacude y moviliza hasta al funcionario más burocratizado y embrutecido
por la maquinaria del castigo. Me cuenta el penitenciario que en el
salón de visitas -en ese salón paria y gris que la cárcel pone a
disposición para que el detenido abrace a su familia, en ese SUM de tren
fantasma, de baño colapsado y madres sentadas en sus lonas- un padre
preso hablaba acariciando a su hijo de 6 años, preguntándole cómo
estaba, cómo iba el primer grado de escuela, si tenía novia, si se
portaba bien con mamá y si lo extrañaba mucho. En esa charla de padre
preso a hijo en la visita, el padre, muy joven como todos los jóvenes
padres que habitan sobreviviendo la cárcel, le pregunta a su hijo que le
gustaría ser cuando sea más grande y el pibe, el niño, le responde: “A
mí me gustaría ser limpieza de pabellón, como vos, papa”.
El padre, el pibe preso,
no pudo más que compartir un silencio prolongado que como un instante
eterno se separó del bullicio del resto de las familias y detenidos,
mirando a los ojos a ese hijo que convencido estaba del futuro no tan
lejano, que convencido estaba de la repartija próxima. No quiere ser
bombero, ni jugador de fútbol, ni astronauta. Quiere ser jefe de
limpieza en un pabellón de la cárcel. Lo dijo convencido. Lo dijo con
amor acompañando la situación de su padre, mostrándole su orgullo y su
sangre. Cuantos serán, pienso, los niños bajitos que encuentran en la
vereda de su casa el puñado pequeño de amarretes horizontes, cuántos
serán los niños que encuentran en la esquina del barrio la dosis exacta
para la fuga, los callejones oscuros sin escuelas, los clubes del barrio
cerrados, los comedores repletos, las instituciones desfinanciadas .
Qué miraran los ojos de ese niño, de qué nubes algodonadas estará
alimentada su imaginación de infancia, cuáles serán las voces y los
ruidos que quedaran alojados en la memoria primera, cómo irá amasando
sus recuerdos y sus sonrisas.
Hay, por lo menos, un pedazo de tierra negada,
un país comprimido, una foto corrida en la que tantos y tantas saben,
desde el jardín, que el futuro no viene ni con regalos, ni con
sorpresas, ni con promesas. Que el tiempo es un transcurrir roído,
sórdido, que las elecciones serán escasas y las puertas se irán cerrando
como en un orillero laberinto, como en una noche, como en esa cárcel,
como en ese pabellón que sigue goteando pérdidas, humedades y personas.
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