El lunes (04/07/2016) María sonrió de alivio.
Durante quince años había callado.
Ella sola con todo el peso. Años de miedo.
Dolor por dentro. Y mucha angustia.
Ocurrió a principios de 1997. María tenía diez años. Acudía a catequesis y, como es habitual en los pueblos, ayudaba al cura cuando daba misa. Nada distinto a lo que hacía el resto de niños. Pere Barceló Rigo, el cura de Can Picafort, se fijó en aquella niña rubia de ojos claros.
“Un día, él puso unas diapositivas. Algunos niños se sentaron en el suelo. A mí me puso encima de sus piernas y me tocó el culo y los pechos. Los hechos se sucedieron”, contó María. “A veces íbamos a la piscina. Después echábamos la siesta, pero a mí siempre me llevaba a su habitación. Con la puerta cerrada. Alguno se daría cuenta, pero los niños no éramos conscientes”
María prefirió contar la historia ella misma, evitando tener que responder a las desagradables preguntas que iba a hacerle el fiscal. “A principios de 1997 no había penetración ni nada. Solo eran abusos”, dijo María, como adelanto a lo que vendría después. “A mediados de año me cogía la cabeza, se bajaba la cremallera y sacaba su miembro cuando me llevaba a casa o cuando íbamos a por leña”. Sucedía, siempre, en el coche del cura. Más de 20 veces.
Entonces María contó un episodio que le hizo llorar. Un día de 1998, en la habitación del sacerdote, el cura la desnudó y se puso sobre ella. En ese momento un chaval abrió la puerta y los vio. María salió por la ventana. Y la cosa, de momento, quedó ahí.
El chico que los vio se llama Mateu. En ese momento era amigo personal del cura. Daba catequesis en La Asunción de María, la iglesia de Can Picafort. Pere Barceló, el sacerdote, le había cedido una estancia como lugar de trabajo de la revista en la que escribía. Por eso Mateu tenía llaves. Tuvo un problema con un enchufe y fue directamente a la casa del cura para apañar el tema. Cuando abrió la puerta de la habitación y vio la escena del cura sobre María, desnudos, se quedó paralizado.
María siguió contando lo que vivió. “En 1998 empezaron las violaciones. Penetraciones en su habitación de la parroquia. Se acostaba sobre mí y con sus piernas abría las mías. Yo intentaba retorcerme. Él me tapaba la boca”. Más de 10 veces.
Mateu tardó un tiempo en digerir lo que había visto en la habitación del cura. Hasta que decidió denunciarlo. Para entonces habían transcurrido varios meses en los que el sacerdote había tenido tiempo de preparar el terreno. María lo contó así: “Él (el cura) me convenció de que dijera que todo era mentira. Al ser una persona superior, una persona de arriba”, María le hizo caso. Y cuando le tocó declarar, María mintió.
“Nadie sabía nada”, siguió María. Ni amigos, ni familia. María ocultó los tocamientos, las felaciones y las violaciones. Tenía miedo de que no le creyeran. María calló hasta que no pudo más: “Y entonces lo solté. En 2012 se lo cuento a mi hermana y a mi padre”, presentes, los dos, en la sala. Entonces María se puso en tratamiento. Se armó de fuerza y en noviembre de 2013 denunció todo lo que había vivido en 1997 y 1998.
Inicialmente la Fiscalía pedía para el cura 42 años de cárcel. La imposibilidad de determinar las fechas exactas de los abusos y las violaciones ha hecho que varíe la petición de pena. Al cura se le acusa de un delito: agresión sexual continuada con acceso bucal y vaginal a una menor de 12 años. O sea, el cura está acusado por violador. Y ya no hay que decir presunto.
Porque por primera vez en estos años, el cura Pere Barceló reconoció cada uno de los hechos. Y todo el mundo lo escuchó. Incluida María. El violador estará en la cárcel 6 años. No puede recurrir. La sentencia es firme y de inmediato cumplimiento. En unos días el cura violador dormirá en la cárcel.
¿Por qué se pasa de pedir una pena de 42 años a pedir una pena de 6? Es la pregunta que se hace todo el mundo. Ese fue el pacto. No solo reconocerlo ante el juez, sino ante la opinión pública. Fue un juicio abierto, una audiencia pública. Y eso reconfortó a María.
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