Martha
Riva Palacio Obón propone a los escritores ahuyentar los prejuicios
alrededor de la edad de sus lectores y los temas que les son
“adecuados”,
para lanzarse en una búsqueda profunda dentro de sus
propias grietas.
En 1885 Louisa May Alcott criticaba a un
colega suyo, Mark Twain, por escribir una novela que dañaba las mentes
“puras” de los niños, Las aventuras de Huckleberry Finn, y lo
invitaba a que dejara de escribir para ellos si no tenía algo “mejor”
que decir.
Una censura que recuerda la reciente iniciativa por retirar
de librerías 75 consejos para sobrevivir en el colegio (guardadas
las distancias entre las obras), porque “incita a la desobediencia y
otras aberraciones que no deberían ser enseñadas a una audiencia tan
manipulable e influenciable”.
Pero escribir en la franja, como dice
Riva Palacio, implica experimentar, desobedecer y dejar ya de creer que
los niños y jóvenes son lectores incapaces.
por Martha Riva Palacio Obón*
La Literatura Infantil y Juvenil no es
un bloque compacto que inicie con la infancia y termine con la
adolescencia.
En realidad tiene muchas fracturas, vacíos y zonas
indefinidas que se empalman entre sí poniendo en jaque a las categorías
tradicionales de clasificación.
¿Cuándo termina la adolescencia y cuándo
inicia la vida adulta? No hay un botón de encendido o de apagado.
Madurar es un proceso cíclico en el que es posible experimentar crisis
que pertenecen a una etapa anterior del desarrollo. Somos cajas
de resonancia y en un mismo día podemos ser niños, adolescentes o
adultos. Pensar en la edad como proceso implica salirse de la zona de
seguridad y permitir que se diluyan las fronteras impuestas por el orden
establecido. Lo cual puede resultar incómodo para muchos.
La
Literatura Infantil y Juvenil es un campo de batalla en el que varias
ideologías luchan entre sí intentando imponer su supremacía. Y no hay
nada que me aterre más que esta corriente que pretende defender la
pureza.
La paradoja es que con frecuencia los
niños y los jóvenes quedan atrapados en situaciones que, desde el punto
de vista del canon tradicional de la Literatura Infantil y Juvenil, no
son parte de su universo. Por un lado, el poder los coloca en la línea
de fuego, y por otro, se proclama defensor de su inocencia. ¿Y nosotros?
Nosotros con frecuencia nos quedamos en el “como si…”, como si fuéramos
a hablar de lo que nos importa pero sin entrarle de lleno. Los lugares
comunes son la compulsión a la repetición, el impulso de muerte
enquistado en una metáfora. Por eso es necesario escribir y reescribir
hasta encontrar nuestra verdadera voz. (Sigo buscándola, a veces me
parece oírla pero todavía me falta mucho, por cierto.)
El punto es que si quiero conmover a los
demás, debe importarme lo que digo y para que me importe, es necesario
tomar riesgos y voltear a ver siempre dónde estamos parados. No es lo
mismo escribir, por ejemplo, un poemario que trata sobre el goce de ser
niña en Inglaterra durante la época Victoriana a hacerlo en México a
principios del siglo XXI. Hablar de ser niña con toda su locura y pasión
en un país en el que la cifra de feminicidios es escalofriante, es en
sí un acto de resistencia. Escribir para reafirmarse y decir, “¡Aquí
estoy y no me voy!” Escribir para convertimos en ese cuenta cuentos, que
de acuerdo con
Walter Benjamin, toma prestada de la muerte la autoridad
para narrar al mundo.[1]
Y para conseguir esto, hay que
hurgar entre las grietas y llegar hasta ese punto de quiebre en el que
nuestro concepto de Literatura Infantil y Juvenil se desfigura
permitiéndonos expandir nuestro panorama más allá de un universo
escolarizado. Escribir para confrontar lo impronunciable, lo abyecto.
Concebirnos a nosotros y a nuestros lectores no como estructuras fijas
sino como proceso. Jugar con la noción de orden y entropía para poder
volvernos el conejo blanco, la voz del deseo que deja en suspenso el
tiempo y la geografía para transportarnos más allá del “había una vez…”
Ilustración de Miren Asiain Lora. |
Pero si logramos jugar con fuego sin quemarnos es porque hay un aprendizaje de por medio: La catarsis de la que habla la Poética de
Aristóteles. Pero la liberación no significa que nos deshagamos de
nuestras pasiones sino que, al proyectar en el texto nuestro objeto del
deseo, nos volvemos capaces de nombrarlo. Y tal como sucede con
Rumplestiltskin cuando la joven reina adivina su nombre, en el momento
que nombramos a los demonios que nos acosan, éstos se transforman en
algo más. Hay una sublimación.
Sin embargo hay que tener
cuidado, porque la sublimación es un concepto engañoso. Si no lo
analizamos más a fondo, corremos el riesgo de irnos a la dimensión de lo
idílico y de lo políticamente correcto. Pero las metáforas también lo
son en lo monstruoso, en el silencio terrorífico que anuncia la llegada
de lo desconocido. En la creación también hay destrucción. Por algo es
que a lo largo de su historia, la humanidad ha creado por igual
historias que consuelan y que espeluznan. “La literatura está hecha de
lo bueno y malo, de demonios y ángeles…”[2]
¿Qué es lo que hace que las metáforas funcionen? Que hablan de lo peor y
mejor de nosotros alejándonos del campo de la literalidad y
adentrándonos de lleno en lo simbólico. El relato, cuando cae en la
literalidad, pierde su potencia. Se vuelve información.
No queremos que nos cuenten
todo. Los textos demasiado explicativos, producen hastío porque no nos
permiten soñar. Literalidad es correr detrás del conejo para descubrir
que alguien tapió el agujero bajo el árbol. Porque son los silencios,
las pequeñas ausencias en un cuento lo que nos dan espacio para
reconfigurarlo. Es decir, que como lectores nos apropiemos de
una narración y la internalicemos. Es, como dice Walter Benjamin, el
oficio de narrar con precisión lo extraordinario, pero sin forzar la
conexión psicológica para permitir que el lector o escucha interprete la
historia a su modo. Esto da a las historias –en contraposición a la
información- una amplitud insospechada.[3]
La literatura está hecha también de vacíos.
¿Y cómo queremos poder captar toda la
complejidad y riqueza que puede haber entre las líneas de un relato si
insistimos en quedarnos fijos en un mismo sitio? ¿Cómo crear un
equilibrio entre Eros y Tánatos a la manera de David Almond en Arcilla si
estamos más preocupados por no salirnos de nuestra casilla? ¿Cómo crear
personajes tridimensionales si insistimos en vivir nosotros mismos en
un universo bidimensional regido por el deber ser y los lugares comunes?
¿Dónde queda la experimentación y la búsqueda de nuestra voz (por más
fantasmagórica que ésta parezca)?
Esto es un juego y en un mundo en el que
la segregación parece ser la tendencia dominante, el cruzar fronteras
entre disciplinas, géneros y edades puede ser la única manera de evitar
la claustrofobia.
[1] Benjamin, Walter. “The Storyteller” Selected Writings: Volume Three. (2006) Belknap Press. 480pp.
[2] Gurría-Quintana, Angel. “Orhan Pamuk: Interview” Paris Review – The Art of Fiction. (2005) No. 187. http://www.theparisreview.org/interviews/5587/the-art-of-fiction-no-187-orhan-pamuk
[3] Op. cit.
*Martha Riva Palacio Obón es escritora,
artista sonora y maestra en Artes Visuales por la Escuela Nacional de
Artes Plásticas de la UNAM. Es una de las escritoras más premiadas y
prolíficas de México. En los últimos años ganó cuatro de los premios más
importantes en LIJ: en 2011, el XVI Premio de Literatura Infantil Barco
de Vapor por su novela Las sirenas sueñan con trilobites; en 2013, el XVIII Premio Gran Angular de Literatura Juvenil por su novela Frecuencia Júpiter, y el XX Premio FILIJ de Cuento para Niños y Jóvenes por su cuento Orfeo 00111001; y en 2014, el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños por su poemario Lunática. Su libro Haikú forma parte del Programa de Bibliotecas del Ministerio de Educación de Chile y del Programa de Salas de Lectura de CONACULTA. Las sirenas sueñan con trilobites
fue seleccionado por la Biblioteca Internacional de la Juventud de
Munich para integrarse a su catálogo White Ravens, que reconoce a los
libros más notables del mundo. Más de Martha: en arbolrefugio.com
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