A mi hijo de 6 años le gustan los trenes, los perritos calientes y el color rosa. Le aburre el fútbol, le apasiona la mecánica y ante la pregunta de si le gustan los niños o las niñas responde tranquilamente que a él le gustan los tranvías.
Crece en un entorno de gente compleja y variopinta que le quiere sin
cuestionarle qué es ni que será, y donde sus gustos son bienvenidos por
muy atípicos que sean.
Pero criar a un niño ensayando
parámetros que no alimenten la masculinidad tóxica, la violencia, y el
machismo está siendo un acto de resistencia constante contra un mundo
que no admite en la infancia disidencia alguna en la expresión de
género. Que trata de censurar de inmediato cualquier espacio donde la
criatura pueda experimentarse sin categorías impuestas y sin prejuicios
trasnochados.
Y estamos librando una batalla
cotidiana porque este niño, al que nadie exige que se comporte como un
hombre de verdad, ha decidido vivir en un mundo color de rosa.
Literalmente.
La policía del género
En la infancia, la policía del género es implacable. Frases como “no
llores, que pareces una niña” o “las niñas no hacen tal o cual cosa”
están naturalizadas. En los parques infantiles se oye bromear a padres y
madres sobre la masculinidad de sus bebés de pecho, que desde el
cochecito ya saben seducir a las chicas, presuponiéndoles, por supuesto,
heterosexualidad. Cualquier pequeño ensayo fuera de los roles
establecidos es penalizado: a los niños se les enseña a despreciar los
corazones y amar las espadas, las calaveras, a disfrazarse de piratas
pero nunca de princesas. A escoger paraguas de niños, cuentos de niños,
deportes de niños, juguetes de niños. Y, por supuesto, a renegar del
color rosa desde muy pequeños, el color de la vergüenza.
Biberones generizados.
El primer susto lo tuvimos a las pocos meses de nacer, cuando compramos
su primer biberón y la farmacéutica preguntó si lo queríamos de niño o
de niña. La diferencia, claro, no estaba en la tetina, sino en el color.
A partir de entonces, el reguero de anécdotas en torno a la disidencia cromática es interminable.
A los 4 años quiso una bicicleta llamada “tarta de fresa”, el objeto
más rosa que yo había visto en la vida. Fue con los abuelos a comprarla,
pero volvió con una bici roja y azul, con coches de carreras
estampados. “¡No le íbamos a comprar una bicicleta rosa!” exclamaron
indignados ante nuestras quejas.
Cuando quiso que
pintásemos su habitación de color rosa chicle, encontramos resistencia
en la tienda de pinturas. Intentaron convencerlo de que toda la
habitación de ese color no quedaría bien, y que era mejor escoger otro.
Azul, por ejemplo.
El último disgusto lo tuvo hace
unos días, al tratar de comprarle las batas para el colegio. Modelo
único, y varios colores. El tendero le preguntó por el color y él, lo
sabemos, escogió el rosa. El hombre se puso a reír: “No, eso es
ridículo, nene. Escoge otra, la roja, la azul”. Intervine: “Ha dicho
rosa”. No lo conseguimos. Entre los argumentos que me dieron para no
encargarle batas rosa al niño estaban que ese modelo era más incómodo,
que los demás se reirían de él, o que no era bueno para el niño vestirlo
de niña.
Sexismo y homofobia latente.
Lo que implica la cuestión no es tan solo un sexismo salvaje que ve
denigrante para un niño tener actitudes o gustos considerados femeninos.
Es el mismo sexismo que entiende como acto gamberro vestir a los novios
con ropa femenina en sus despedidas de soltero, pues qué mejor forma de
hacerle pasar vergüenza a un hombre que vestirlo con algo tan ridículo
como… ¿una falda? Es el mismo sexismo que divide no solo los juguetes,
sino infinidad de objetos en rosa y azul para seguir insistiendo en que
hombres y mujeres somos tan distintos que hasta necesitamos champús
diferentes. Recios y potentes para ellos, suaves y delicados para ellas.
Además del sexismo, en el rechazo a los niños que aman el rosa hay
homofobia. Un niño que construye una masculinidad no-normativa,
no-hegemónica, no es considerado un futurible “hombre de verdad”, ni
tendrá los atributos que la masculinidad hegemónica considera
necesarios. Será un “casi-mujer”, un afeminado, un marica. Gay, en el
lenguaje políticamente correcto para actitudes igualmente homófobas. En
la resistencia a nuestras decisiones de crianza está la repulsa a que
desviemos su identidad sexual a fuerza de colorines. Se nos penaliza por
no enderezarlo, cuando tal vez estemos a tiempo de hacer de él un buen
hetero amante de los colores oscuros, del vino y de las mujeres.
Homofobia, al fin.
Romper el círculo vicioso
Es indudable que necesitamos con urgencia nuevas masculinidades
cuidadosas, empáticas y responsables. Infinidad de grupos de hombres que
trabajan sobre sus privilegios y las construcciones de género lo
demuestran. Hombres que se niegan a seguir siendo muy hombres, que
reclaman poder llorar, poder fallar, poder estar asustados y decirlo en
voz alta sin ser penalizados. Que reivindican cuidar no solo a sus hijos
e hijas sino también a sus mayores. Que no quieren tener una carrera
brillante sino una vida bonita. Una vida en rosa.
Para que todo ese trabajo de adultos tenga su efecto, es urgente también
relajar la vigilancia de género sobre nuestros niños y niñas. Perder el
miedo a las infancias disidentes, a las construcciones de identidad
atípicas, a las criaturas que se atreven a ser como quieren, que se
saltan esas normas que tanto nos oprimen porque, para su fortuna, aún no
saben ni que existen.
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