La LIJ está de luto
La literatura infantil es muy difícil, como escribir sencillo, que la gente cree que es fácil y es dificilísimo, porque lo más fácil es escribir complicado.
Ana María Matute ha fallecido en el día de hoy en Barcelona a los 88 años.
No es fácil explicar a los no «lijeros» lo que Ana María Matute ha representado para la literatura infantil y juvenil: madrina, referente, emblema, agitadora, faro...
Para hacernos una idea de lo Ana María Matute ha regalado a la
literatura para niños y jóvenes basta con saber que obtuvo
en 1965 el Premio Lazarillo por El polizón de Ulises,
y en 1984 el Premio Nacional de literatura infantil y juvenil por Solo un pie descalzo. Además, ha publicado muchos libros dirigidos a ese público, entre otros:
Los
niños tontos, Tolín, Cuentos de infancia, Todos mis cuentos, El
verdadero final de la Bella Durmiente, La oveja negra, Leyendas
apócrifas, El árbol de oro y otros relatos, Carnavalito, El aprendiz, El
saltamontes verde, Caballito loco, Libro de juegos para los niños de
los otros, Paulina, El país de la pizarra.
También era una de las principales voces de la LIJ en la Real Academia.
Y para hacernos una idea a su vez de lo que la fantasía ha representado
para ella, no hay más que leer su discurso de ingreso, llamado En el bosque, del que extraigo algunas frases:
El momento en que Alicia atraviesa la cristalina barrera del espejo, que de pronto se transforma en una clara bruma plateada que se disuelve invitando al contacto con las manitas de la niña, siempre me ha parecido uno de los más mágicos de la historia de la literatura.
Porque el bosque (..) era mi lugar. Allí aprendí que la oscuridad brilla, más aún, resplandece; que los vuelos de los pájaros escriben en el aire antiquísimas palabras, de donde han brotado todos los libros del mundo.
¿acaso nuestros sueños, nuestra imaginación no forman parte también de nuestra realidad?
Escribir, para mí, ha sido una constante voluntad de atravesar el espejo, de entrar en el bosque.
Escribir es para mí recuperar una y otra vez aquel día en que creí que podría oírse crecer la hierba.
«El que no inventa, no vive». Y llega a mi memoria algo que me contó hace años Isabel Blancafort, hija del compositor catalán Jordi Blancafort. Una de ellas, cuando eran niñas, le confesó a su hermanita: «La música de papá, no te la creas: se la inventa». Con alivio, he comprobado que toda la música del mundo, la audible y la interna –esa que llevamos dentro, como un secreto– nos la inventamos.
La osadía que impulsa a los adolescentes y a los ignorantes y a los fabricantes de inventos y de sueños ¿acaso no son, a veces, una misma cosa?
Sobre la famosa crueldad de los cuentos de hadas –que, por cierto, no fueron escritos para niños, sino que obedecen a una tradición oral, afortunadamente recogida por los hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y en España, donde tanta falta hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado “el tercer hermano Grimm"–, me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no sólo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos preguntarnos por qué los niños leen poco? Yo recuerdo aquellos días en Sitges, hace años, cuando algunas tardes de otoño venía a mi casa un tropel de niños y, junto al fuego –como está mandado–, oían embelesados repetir por enésima vez las palabras mágicas: “Érase una vez...”
Niños asombrados –como cuando, en cierta ocasión, vi surgir, al partir un terrón de azúcar en la oscuridad, una chispita azul–, algo que me reveló que yo sería escritora, o que ya lo era.
Y me permito hacerles un ruego: si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que trasmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado. Muchas gracias.
Muchas gracias a ti, Ana María.
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