Pero, al contar historias, fuimos contando una infancia
 e inventamos al niño.



Garras, colmillos, plumas, hechizos.

Y pidieron más.

Más hechizos, más plumas, más colmillos, más garras.

Primero fueron los ritos. Luego los arrullos. Los hombres inéditos enseñaban a leer a los pequeños hombres la nubosidad en el cielo, el crujido de un árbol, las huellas de un tigre, los dibujos sobre una piedra. Leer para sobrevivir.

Y la existencia siguió sórdida, brutal, breve, dice Robert Darnton. Pero al contar historias fuimos contando una infancia e inventamos al niño, según Daniel Goldin.
Inventamos al niño lector.

Hoy seguimos construyendo esa relación de lectura, un bautizo interminable de Macondo que admite errores, correcciones, cambios de nombres. Buscamos explicaciones, evaluamos hábitos y leemos más.

Lecturas y lectores. Mis lecturas, mis lectores. Lo que leo, lo que me lee. Mi sentido y el que me dan los otros.

Leer como verbo que conjuga otros verbos: organiza, describe, cohesiona, recuerda, enamora, construye infancias, “construye vidas”, afirma Michèle Petit; nos hace viajar, en el sentido que apuntaba Michel de Certeau, circular por las tierras de otra gente, cazar en los campos que no hemos escrito. 

Y recuerda Goldin que no acabamos nunca de aprender a leer, de transferir las prácticas de lectura y escritura, y adaptarlas a la época.

Pienso en los antropólogos y pensadores Edgar Morin, Lorite Mena, Leroi-Gourhan, en su concepción de la falta de realización final o desespecialización. Somos seres inacabados que necesitamos de la tecnología. De la lectura. Lo que hace que el cerebro humano dote de sentido y significado todas las experiencias que vive, que por sí solas no serían nada para nosotros. Falla básica.

Así: leo y transformo. Leo y me completo. Leo y reinvento al niño que Dios olvidó.